El pasado como tóxico

El historiador del derecho posee utensilios conceptuales adecuados para explicar la visión que una sociedad tiene de su pasado y cómo el nacionalismo se sirve de ella.

Un proyecto político se desacredita cuando se funda en hechos exagerados, deformados o inventados. Lo leo en un libro. Ojalá fuera verdad, pero raramente sucede. Si fuera cierto, muchas fabulaciones y mitos que tienen buena salud se habrían venido abajo con estrépito, dada la envergadura de la engañifa. Los nacionalismos hispánicos –no solo los españoles– son fuertes. Incluso producen retoños (el penúltimo es el bolivariano). Y buscan siempre fundamento histórico, que rehacen y remiendan a cada paso. Es un proceso homeostático, por el que se actualiza sin cesar la versión del mito para que este no se desgaste. Si una pieza se deteriora –el origen inmemorial, la superioridad étnica, el destino manifiesto, etc.– es sustituida rápidamente por otra con función similar. ¿Que ya no sirve la predilección divina? Pues se cambia por la raza, la lengua, el pasado áureo o lo que convenga.


"No lo haremos"


He comenzado este artículo con una idea de Jesús Morales Arrizabalaga, historiador del derecho en la Universidad de Zaragoza, autor de aportaciones valiosas al conocimiento histórico e institucional del pasado aragonés. Dice que las falsedades, una vez detectadas, deberían lógicamente ser erradicadas. Pero concluye, con razón: "No lo hacemos; no lo haremos".


Porque es raro que el individuo, y el grupo, quieran desarraigarse de una fe que les procura confort y los cobija de la intemperie del puro raciocinio: "Atenuamos la racionalidad con fantasías". El fenómeno es comprensible, en religión, en política y en otros planos ideológicos. La fábula grupal suministra calor y de ello trata, en el fondo, el nuevo libro de Morales ‘Pacto, Fuero y libertades’ (Derebook). Asume una valiosa herencia académica sin conformarse con ella, sabedor de estar sentado en los hombros de gigantes (‘nanos gigantum humeris insidentes’), predecesores de gran talla, lo cual le permite mirar lejos. Navega entre conceptos problemáticos (nación, estado, estado-nación, reino, libertad, libertades) y explora cómo la idea que tenemos del derecho antiguo opera en la realidad, pretérita o actual. Se erosionan así ciertas "ideas confortables" que nos resistimos a abandonar, porque sin ellas sentimos frío: los aragoneses eligiendo a sus reyes; los catalanes, nación con mil años; los vascos, raza de setenta siglos; los españoles, elegidos por Dios...


Actualizar el Medievo


La tradición constitucionalista española arranca en 1812. Los reformadores de entonces fueron muy hábiles: presentaron la libertad ‘nacional’ no como temible novedad, sino como la esencia genuina y olvidada de lo español, heredera de las ‘libertades’ de castellanos, aragoneses, navarros y otros integrantes de la Monarquía Hispánica. Así, no se innovaba con pautas extranjeras (‘peligrosa novedad de discurrir’), sino que se resucitaba el propio ser, que vivía abotagado. Los propósitos liberales se reforzaron con la mitificación del Medievo, incluidos los arquetipos aragoneses: doctrinales, como el pactismo; institucionales, como el justiciazgo; constituyentes, como los Fueros de Sobrarbe, leyenda común a navarros y aragoneses. (Pregunta: pero, si el rey en Aragón nació electivo y ‘primus inter pares’, ¿por qué nadie pudo hallar vestigios de tal cosa cuando, en 1412, en el Compromiso de Caspe, tras dos años de discordia cruenta, el reino de Aragón y la Corona homónima hubieron de buscar rey y doctrina sobre él?).


Más: cuando se dice algo tan simple como ‘reino de Aragón’, ¿de qué y de quién se habla, en realidad? Las preguntas enlazadas que podrían llevar a una respuesta cabal llenan una página.


Morales incluye una bibliografía con sesenta títulos. Entre ellos, veo la obra de Luis González Antón sobre las Cortes aragonesas y las Uniones nobiliarias. Luis ha muerto al comenzar este mes. En los trabajos, también rompedores, de González Antón se traslucían las maneras historiográficas de su maestro José María Lacarra. Su obra ha sido glosada con justicia en estas páginas por M. I. Falcón y A. Ansón.


Cadena de transmisión


En el libro de Morales se aprecian, de forma similar, influencias genéticas confesas. La mayor es la de Jesús Lalinde, a quien algunos seguimos añorando como persona, historiador y jurista. Fue original y atrevido de forma natural, no rebuscada. Ahora lo es su discípulo.


Tranquiliza comprobar que la cadena de transmisión y creación de saberes no se quiebra. En nuestra primera institución académica hay profesores investigadores que mantienen y mejoran el legado recibido, apoyados en quienes nos enseñaron a ver el paisaje, al frente y a la espalda, y sin perder de vista el horizonte, siempre inalcanzable.


Desde un libro así se entiende mejor el mapa del nacionalismo, ideología que siempre anda sacando sustancias del ayer, real o supuesto. Tantas veces tóxicas.