Mentirosos compulsivos

Cuando estudiaba en la universidad, compartí residencia una temporada con una mentirosa compulsiva. Sus historias siempre tenían que ver con los afortunados golpes de suerte que vivía su familia: lo mismo ganaban el Gordo en el sorteo de Navidad, que un cliente satisfecho les regalaba un Ferrari. También había fiestas en yates y viajes fastuosos, mientras ella –mi compañera– iba sacando una ingeniería con muy buenas notas.


Lo malo es que en la residencia había otra chica de su mismo pueblo, y así no había manera de que sus mentiras colasen. No había premio de lotería, ni yates, ni ferraris y ni siquiera estaba estudiando una carrera de Ciencias: lo suyo era una diplomatura de las facilitas.


Sus mentiras no hacían daño a nadie. Solo le servían para construirse un mundo ideal, una ficción en la que su vida era mucho mejor que la realidad. Por eso, la dejábamos seguir con ellas y nos sonreíamos con cada nueva invención, viendo cómo a veces las historias eran tantas y tan elaboradas que ella misma las olvidaba y las cambiaba sobre la marcha.


El padre de Nadia, según cuentan los que le conocen, también responde al perfil de un mentiroso compulsivo. Solo que él utilizó sus embustes para estafar y conseguir dinero. Y en su demencial carrera en busca de más ganancias, descubrió que el mejor gancho era una niña enferma, capaz de enternecer a los corazones más generosos.


Se habla mucho del daño que este caso ha hecho a quienes sufren una enfermedad rara, a los que piden ayuda para conseguir avances en males que nadie investiga. Y es verdad. Pero entiendo que hay personas sin escrúpulos a las que, si hay dinero de por medio, no les importa hacer daño a gente a la que ni siquiera conocen. Lo que de verdad me horroriza es que un padre utilice a su hija enferma y la convierta en la herramienta perfecta para conseguir un dinero que se gasta en viajes, casas y cochazos.

Mi amiga era una mentirosa compulsiva. El padre de Nadia es un canalla. Y un miserable.