El héroe de la Transición

Adolfo Suárez saluda a los asistentes a un mitin de Zaragoza
Adolfo Suárez en Aragón_9

Recuerdo a Adolfo Suárez en blanco y negro. Con la distancia y los ojos de un niño y sin reparar en ninguna imagen concreta. Pero pese a todas esas fotografías difuminadas, barajadas por el paso del tiempo, sí guardo viva una fuerte sensación, un mensaje grabado por un sentimiento compartido que define a Suárez como un hombre valiente. El héroe de la Transición, sin duda alguna el presidente de Gobierno más apreciado y respetado de la historia de España, guió su actividad política entremezclando la inteligencia y la prudencia para escapar de una dictadura de 40 años, entregada «atada y bien atada», que terminó convertida en una moderna democracia sostenida en la garantía constitucional.


Los años de la Transición, afectados por el trepidante devenir del desmontaje del Estado franquista, significaron cesión y pacto a partes iguales, aunque ambos términos, siempre aplicados en momentos escogidos por su especial gravedad, nunca desviaron a Suárez de la hoja de ruta previamente definida por el rey Juan Carlos I. Porque la Transición tuvo un guionista y un actor principal: un joven Rey seguro de la transformación democrática que debía emprender España y un presidente de Gobierno convencido de que tras ejecutar su tarea acabaría siendo deglutido víctima de las múltiples tensiones encontradas. Y así fue. Como si de una amable y elevada metáfora se tratara, Suárez, que interpretó su último papel institucional la tarde del 23 de febrero de 1981 en el Congreso de los Diputados, enfrentándose junto a Manuel Gutiérrez Mellado a la asonada golpista del teniente coronel Antonio Tejero, se fue apagando lentamente, con la discreción y el silencio propios de aquel que supo entregarse en la consecución de un bien superior y terminó contradictoriamente recompensado permaneciendo dormido en el imaginario de los españoles. Sin recuerdos propios y superado por una España cambiante, quejosa y desmemoriada, incomodada ante la posibilidad de recuperar el peso del pacto y el acuerdo de todas las formaciones políticas, Suárez ha vivido sus últimos años sin reconocerse como aquel hombre que supo cimentar la España institucional, la misma que imaginó junto al Rey.


Su herencia, convertida en legado, no es otra que la de la certeza, la de la confianza cerrada en una España gobernada por los españoles, garantes individuales de un destino colectivo que ha sabido construirse entre aciertos y errores, pero que, particularmente, ha sabido mostrar el rostro de la capacidad democrática de un pueblo. Ejecutor de su propia historia, pudo prometer y prometió pero, fundamentalmente, plasmó todo aquello que dijo que cumpliría guiado siempre por un personalísimo estilo que ofreció destellos de audacia incluso en sus errores más sonados.


La Transición española, compuesta poliédricamente por grandes personalidades de la vida política, por líderes que hoy se echan en falta y que supieron elevarse sobre sí mismos para trascender sus exigencias y voluntades partidistas, descubrió con Adolfo Suárez la fuerza intrínseca del diálogo, del pacto y el consenso. Tres patas de toda arquitectura democrática que fueron hábilmente empleadas y entrelazadas por un hombre que supo y buscó definirse desde la normalidad y la lealtad cívica a su país.