Un político amable, intuitivo y entregado a España

El símbolo de la concordia, la dedicación y la reconciliación prometió una España más libre y lo consiguió.

Adolfo Suárez en agosto de 1977
Adolfo Suárez en agosto de 1977

Intentar hacer una semblanza de Adolfo Suárez puede convertirse en un reto imposible para quien no le conociera de cerca, pero hay muchos testimonios que nos acercan a un hombre clave en la historia de España, al que hoy todos ven con orgullo y del que destacan, sobre todo, su entrega a España.


Delgado, menudo y frugal, fumador empedernido, amante de su familia y de su tierra, Cebreros en Ávila, encantador en el trato y, por encima de todo, con una arrolladora simpatía poco frecuente hasta entonces en el escenario político español.


Su apuesta por la democracia y una vida política que muchos, entre ellos Santiago Carrillo, definieron como atormentada, le robaron a Suárez muchas horas para estar con su familia.


Una vida "de tragedia griega". No sólo en lo personal -sobrevivió a su esposa, Amparo Illana, y su hija Marian y padeció una enfermedad que le dejó sin memoria- sino en la política, donde se vio abandonado por los que él había aupado.


Fue quizá ese sufrimiento lo que le acercó a la ciudadanía que, durante todos estos años, ha extendido su cariño hacia el artífice de la Transición a todos los miembros de su familia.


Los que le conocieron dicen que siguió siendo un "animal político" hasta el final, incluso cuando, sin memoria, seguía teniendo ese magnetismo capaz de atrapar al otro en su mundo.


Carrillo era el que contaba que Suárez se había "entregado" a cuidar a Amparo y Marian y que le dijo que vivir la enfermedad de ambas le provocó "una lesión cerebral".


Acudió durante años a la capilla del convento de Mosén Rubí, en Ávila, para depositar flores naturales en la tumba en la que desde el 19 de mayo de 2001 reposan los restos de su mujer.


Su amor a su familia le llevó incluso a pedir a José Bono -adversario político de su hijo Adolfo-, que le cuidara. "Trátamelo bien", cuenta Bono que le dijo en esos días en los que hizo su última aparición pública, en la que la lectura de su discurso hizo evidente que padecía una dolencia cerebral.

El carisma del consenso


Elegante, impecable en las formas y, en palabras del también expresidente Felipe González capaz de "convencer y de encantar" en las distancias cortas y ser, en definitiva, "más de diálogo que de tribuna".


Era un seductor político, con carisma, con tirón electoral y capacidad de negociación y con una firme actitud en defensa de las instituciones democráticas.


Contaba con una maestría para comunicar que incluía la televisión, donde conseguía transmitir credibilidad. "Puedo prometer y prometo"...Y España le creyó.


Tenía además una enorme capacidad de trabajo, dicen los que le acompañaron, sin parar de doce a catorce horas diarias, pero era más trasnochador que madrugador.


José Luis Sánchís, que fue su coordinador de campaña en 1977 y le acompañó después en toda su etapa de gobierno, añade a sus cualidades la de ser un "jefe magnífico", bueno, atento y que nunca gritaba a nadie".


Eso sí, también era muy crítico con los consejos que recibía y así lo demostró cuando muchos le recomendaron someterse a una cuestión de confianza en el 77 y él prefirió convocar elecciones.


Y tuvo razón porque le salió bien y ganó, recuerda Sánchis. Otro exministro, Eduardo Serra, dice de él que "buscó la concordia hasta la extenuación".


Una capacidad de negociación que ilustra la anécdota de aquella larga noche de conversaciones con el entonces lehendakari Carlos Garaicoechea, en la que Suárez acabó ofreciéndole cama para dormir e incluso una camisa para no interrumpir la faena.


Eso lo sabe bien quien fuera su jefe de prensa desde 1976 y hasta 1982, Santiago González, que le define como un hombre, hábil, intuitivo y sobre todo "pactista".


Fue, en palabras de su sucesor en el Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, "el director de una orquesta en la que hubo muchos músicos" y a quien le tocó "llevar sobre sus hombros aquella transición".


Y además de todo, un incomprendido. Toda esa incomprensión que él tuvo que acarrear se fue convirtiendo en admiración, cariño y respeto a su labor. Los que hoy acompañan a sus hijos.


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