EDITORIAL

La soledad de Pakistán

La tardía y escasa ayuda internacional y la fragilidad del Estado agravan hasta límites inimaginables las cifras de la catástrofe que sufre Pakistán tras las peores inundaciones en casi un siglo. La pasividad exterior puede tener devastadores efectos no solo para los millones de afectados, sino también para el delicado equilibrio de intereses de una zona en el punto de mira de los radicales islamistas.

COMO ya sucediera tras el terremoto de Haití, la catástrofe causada por las lluvias en Pakistán deja cifras apocalípticas, difícilmente asimilables, pero ciertas. La fragilidad del Estado de un país lindante con Afganistán e India, nudo de conflictos y de pobreza, ha contribuido, sin duda, a la lentitud con la que los organismos internacionales y los países más poderosos han reaccionado ante la tragedia. La ONU ha alertado de que la salud de «millones de niños» está en peligro. Además de hambre, hay riesgo cierto de graves epidemias. Pero, como ha denunciado el viceprimer ministro británico, Nick Clegg, «la respuesta de la comunidad internacional, en su conjunto, ha sido lamentable». Todavía hay tiempo de ayudar a Pakistán. Es un imperativo ético, pero también es una cuestión estratégica. Un país desmantelado será presa todavía más fácil para la actuación de los talibanes en un territorio donde la CIA efectúa, cada mes, varios bombardeos en zonas tribales controladas por Al Qaeda. El devastador efecto de los desastres naturales sobre países sumidos en la pobreza es un constante recordatorio de que el desarrollo es el mejor antídoto contra la mortandad, pero también contra la intolerancia, el terrorismo y los conflictos de todo tipo.