Cien días de invasión: las vidas rotas de la gente corriente

Uno de los últimos ataque fue el del centro de Járkov, la segunda mayor ciudad de Ucrania, de varios misiles rusos que provocó el jueves 26 de mayo al menos nueve muertos y diez heridos.

Una escuela destruida por misiles rusos en Járkov.
Una escuela destruida por misiles rusos en Járkov.
EFE

La invasión rusa de Ucrania cumple este viernes cien días: más de 4.000 civiles muertos, millones de refugiados, cientos de miles de millones en daños pero, sobre todo, vidas rotas de la gente corriente.

Estos son algunos de los testimonios vitales recogidos en estos cien días de guerra por los enviados especiales de Efe:

"Nadie podemos devolverle la vida"

El impacto en el centro de Járkov, la segunda mayor ciudad de Ucrania, de varios misiles rusos provocó el jueves 26 de mayo al menos nueve muertos y diez heridos. Uno de los muertos fue el esposo de Elena, que encontró su cuerpo al entrar en el Metro.

Elena, de 64 años, había llamado a su marido porque al salir del trabajo vio que había olvidado las llaves de casa. La mujer relató a Efe que escuchó el primero de los misiles cuando iba a la estación, donde había quedado con su marido, Oleksiy, de 65 años.

Al acercarse al metro encontró un herido e intentó ayudarle. Luego escuchó otra explosión, pero al llamar de nuevo a su marido, no respondía. Cuando entró en la estación, encontró su cuerpo y estalló en llanto, hasta que fue acompañada por un policía escaleras abajo mientras la consolaba.

Identificar a familiares entre los cadáveres de Bucha

Alina, de 24 años, esperaba cada día delante de la morgue de la castigada ciudad de Bucha a que un camión descargara nuevas tandas de decenas de cadáveres que debían ser identificados por sus familiares. Buscaba desesperada, desde hacía semanas, el cuerpo de su padre.

"Cada día traen nuevos cadáveres y vengo aquí a ver si encuentro a mi padre… A ver si lo encuentro entre todas estas personas muertas", dijo con la voz quebrada.

La joven no supo nada de él desde que a finales de febrero los soldados rusos se presentaron en su pequeña granja, a las afueras de esta masacrada localidad. Ahora cientos de otros vecinos se encuentran en la misma situación que Alina.

Delante de la morgue, una madre llora desconsolada mientras busca el cuerpo de su bebé de siete meses, una tragedia de la que el sufrimiento que atraviesa le impide hablar.

Elina, la administradora de Azovstal que creyó que refugiase en la acería era seguro

Elina Vasylivna era administrativa en Azovstal y sabía que en la fábrica había una importante reserva de agua. Cuando su casa de Mariupol se quedó sin suministro, propuso a su marido refugiarse en la acería. Fue el 4 de marzo y no salió hasta casi dos meses después, cuando fue rescatada en el primer convoy con el que Naciones Unidas evacuó a los civiles que permanecían bajo las bombas en esa fábrica, donde resistían los combatientes ucranianos del batallón de Azov.

Ella estaba con su marido, su hijo y su yerno en uno de los muchos refugios que había en Azovstal. Creía que allí estaría a salvo de los bombardeos, pero en las últimas semanas que estuvo allí no hacía otra cosa que escuchar bombardeos.

En el refugio en el que estaban había unas 30 personas. Una de ellas se encargó desde el primer momento de la cocina. Encontraron en la fábrica un almacén en el que había macarrones, alfalfa, galletas… Pero las bombas alcanzaron el almacén. “La comida estaba por el suelo mezclada con tierra. Un día mi yerno trajo galletas llenas de cemento. Lo tuvimos que limpiar y comérnoslo porque si no, no comíamos”, explica.

Desde ese día pedían alimentos a los “combatientes” de Azov. Se la daban racionada y tenían que ir cada día a recogerla adonde ellos estaban, a aproximadamente 1,5 kilómetros de su refugio. Era su yerno el que iba cada día. “Le dieron un casco y un chaleco”, explica Elina, porque el trayecto lo hacía en medio del combate.

Dimitró, 22 años, que vio morir a su madre en Mariúpol

De un autobús amarillo con las ventanas empañadas, baja Dimitró. Viene de Mariúpol: el "infierno". "No hay otra palabra para describirla", decía un 4 de abril a los pies del vehículo, nada más pisar suelo seguro en Zaporiyia.

Dimitró tiene solo 22 años y en Mariúpol, icono de resistencia ucraniana pero también de destrucción rusa, vivió la muerte de su madre, que cuenta con mirada perdida, voz suave, ojos hinchados y sin derramar una sola lágrima."Nuestra casa está cerca de un corredor humanitario y cuando volvíamos a ella lanzaron misiles contra el corredor. Las bombas hirieron en la cabeza a mi madre. Murió dos días después en el hospital".

Logró salir de Mariúpol junto a un amigo de su edad, pero allí quedó su hermano, en algún punto de la ciudad, y también su padre cuidando de su abuelo. Le era imposible comunicarse con ellos. No sabía si estaban vivos o muertos.

Los abuelos que no huyen de Odesa

Pese a que suenen las alarmas antiaéreas en Odesa, el pensionista Andriy, de 70 años, no deja de ir al centro de la ciudad a jugar por las mañanas al ajedrez con sus amigos, en unas partidas que se pueden alargar hasta el ocaso.

Estos abuelos han decidido no huir de esta urbe porque no tienen dinero, se ven incapaces de empezar una vida de cero en otro país y su forma física les recuerda que el viaje fuera de Ucrania sería muy difícil para ellos. "Venimos cada día aquí, al parque, porque no sabemos qué va a pasar y sobre todo qué va a pasar con nosotros", dice angustiado Andriy, que no cesa de manosearse el canoso mostacho, mientras espera el jaque mate de alguno de sus colegas.

Afirma que no sabe "cómo vivir en el extranjero" y que "se necesita dinero para huir". Pero si aún fuera joven y tuviera la posibilidad, sí se lo plantearía, aunque ahora solo le toca esperar y seguir jugando para distraerse del pensamiento de que aún continúa la guerra.

3 guerras a sus espaldas

En pleno asedio ruso, Galina, de 82 años, y su hermana Liudmyla, de 76, lograron salir de Irpin, después de pasar cuatro días sin comer ni beber agua en el sótano de su casa en esa ciudad en la que vivían hace poco más de un año, a donde llegaron huyendo de la guerra de baja intensidad que empezó en Donetsk, su región natal, en 2014.

"Conseguimos salir de allí y ahora hay una guerra otra vez", solloza Galina, quien de niña ya sufrió las consecuencias de la II Guerra Mundial, sumando ya tres guerras a sus espaldas.

Ahora las dos hermanas viven en una habitación de una residencia de estudiantes de Kiev reconvertida por la Cruz Roja en un centro de evacuación. Liudmyla, la menor de las dos, mira al suelo todo el tiempo y no es capaz de articular palabra. Sigue en shock tras lo vivido en Irpin, donde se estima que murieron unos 3.000 civiles durante la ocupación rusa. La mayoría de los que no pudieron huir son ancianos desamparados, como estas hermanas.

"Gracias a Dios encontré un trozo de pan en la basura. Hemos sufrido mucho", cuenta Galina desconsolada sobre los cuatro días que pasaron encerradas en un sótano, solas, sin nada que comer ni de beber, sin electricidad, muertas de hambre y frío. Liudmyla aún no asimila todo lo vivido. 

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