Me gusta ese mundo propio y singular en el que viven los británicos. Me fascinan sus rituales con el té, sus tiendas decimonónicas codo con codo con las de tendencias más extremas, ese extraño orgullo patrio que les lleva a lucir la bandera nacional en los calzoncillos. La ausencia de paladar, sus extravagancias extremas igual que su absoluta independencia llevada hasta la incomodidad que suponen otra moneda, otro sistema métrico y otras normas de tráfico.

 No sé cómo eran las cosas antes de Enrique VIII, pero está claro que el rey decapitador marcó un antes y un después en la historia del Reino Unido. Dibujó un camino en solitario que encabezó la religión pero que los habitantes de ese reino han seguido con una fe ciega en sí mismos.

Y lo que ha pasado este jueves, el contundente resultado que han arrojado las urnas, solo es una prueba más de que los británicos se entienden entre ellos y les importa un pimiento lo que pensemos fuera de sus fronteras. Han elegido a un líder de maneras burdas, casi cómico, con mensajes populistas, mentiroso acreditado, converso del anglicanismo, hijo de alta cuna y chovinista hasta la médula. Un tipo odiado y amado a partes iguales.

Él les va a conducir hacia el exilio con la promesa de un nuevo esplendor. Veremos el resultado.