30 aniversario de la caída del muro de berlín

Tres vidas alemanas transformadas por el Muro

Las historias de Mario Mackowiak, Hans-Conrad Walter y Heike Kahl reflejan la situación vivida por miles de alemanes mientras el Muro de Berlín estuvo en pie.

Una mujer pasea junto a un segmento del East Side Gallery de Berlín, el tramo más largo que aún queda en pie del muro.
Una mujer pasea junto a un segmento del East Side Gallery de Berlín, el tramo más largo que aún queda en pie del muro.
Tobías Schwarz/Reuters

Mario Mackowiak, Hans-Conrad Walter y Heike Kahl son tres alemanes de entre los millones cuyas vidas conocieron un antes y un después con la caída del Muro de separación entre las dos Alemanias, el 9 de noviembre de 1989; un fenómeno que transformó para siempre la historia de Europa y envió a los ciudadanos alemanes a un viaje marcado por el intercambio, radical en algunas ocasiones, entre tabúes y libertades; entre obligaciones y derechos.

Mackowiak, de 59 años, recuerda la "extrema dureza de la rutina diaria" en las escuelas primarias de la República Democrática Alemana, la Alemania Oriental. "El clásico niño ateo y socialista", describe su infancia el ahora director de fábrica. "Durante el Día del Trabajo nos subíamos a los coches cantando '¡Somos la joven guardia del proletariado!', repite entusiasmado.

El hombre recuerda con más amargura lo que vino después: su trabajo en la siderúrgica de Keula, donde comenzó su formación profesional en 1976. Esa factoría está ahora al cargo tras perder por el camino a cientos de compañeros de trabajo, despedidos por la brutal reestructuración económica que comenzó a partir de 1990 bajo los dictámenes de la agencia Treuhand, encargada de liquidar los activos de las empresas estatales de Alemania Oriental. Su propia mujer pasó a engrosar las filas del paro.

En lugar del despido, Mackowiak se encontró con una oferta inalcanzable un día antes de la caída del Muro: la dirección de la planta, un cargo que ha desempeñado durante los últimos 28 años hasta que, hace unos meses, recibió una propuesta de jubilación anticipada a la cual no sabe aún cómo responder. "Energía me queda, lo que no sé es en qué gastarla", bromea.

Como residente desde hace décadas de la apartada localidad de Krauschwitz, en el este de Sajonia, Mackowiak asegura que nunca vivirá en una gran ciudad como Berlín, y reconoce que todavía se está lamiendo, con muchos matices, las heridas del fracaso económico de la RDA.

"Reconozco que fracasamos a la hora de aplicar el Socialismo y la economía planificada, pero me niego a reducir mi Alemania Oriental a una caricatura de ceremonias de saludo a la bandera, Policías secretas varios e idología anticapitalista salvaje", ha indicado.

Para Hans-Conrad Walter, de 49 años, la caída del Muro no se caracterizó precisamente por su pacifismo. Un mes antes, el 7 de octubre, se sumó a una multitud de cientos de personas concentradas antes el Parlamento de la RDA. Dentro, el canciller Erich Honecker conmemoraba el 40 y último aniversario de la fundación del país.

"Recuerdo que la Stasi estaba por todas partes. Recuerdo que la Policía apaleó a una chica que estaba a mi lado", explica Walter, que se pasó una semana en la cárcel tras la manifestación. "Por inconformista", recuerda. La dificultad de encontrar tinte para el pelo en la antigua Alemania Oriental llevó a Walter y a sus amigos a experimentar con peróxido de hidrógeno y medicamentos para proporcionar a su cresta punk un vívido tono rojo.

A punto de cumplir el medio siglo de vida, Walter dice conservar la misma energía que en su juventud, como propietario de una firma de márketing cultural. "Nunca quise salir del país, quería cambiarlo", explica, todavía sorprendido por la velocidad a la que ocurrió todo. "Sigo creyendo que la caída del Muro fue un golpe de suerte", entiende, antes de reconocer que la reunificación alemana ocurrió con tal fuerza que muchos aspectos quedaron sin resolver.

"Sobre todo porque hoy en día existe tal meritocracia y tal presión para rendir en tu vida que no tenemos tiempo para lidiar con los problemas sociales", lamenta. "No puedo aguantar a esos mandatarios que prefieren quejarse en lugar de hacer algo al respecto", lamenta Heike Kahl, de 63 años, ex atleta olímpica.

La hija de bibliotecarios tiene mejor recuerdo de su infancia en la ciudad de Rostock que de su adolescencia en Berlín, donde comenzó a entrenar en patinaje de velocidad a los 14 años. "Un nuevo entrenador llegó en 1973. Fue el principio de un época durísima", explica Kahl.

Su estabilidad mental importaba poco o nada en la Alemania Oriental, cuyos líderes exigían el éxito constante. La patinadora comprobó en sus carnes la lacra del dopaje en la RDA, uno de los escándalos más graves del atletismo de finales del siglo XX.

"Tras las competiciones nos ponían goteos. En los Juegos de Invierno de Innsbruck (Austria) del 76 había una presión enorme para que me dopara", lamenta. Kahl patinó la final de los 1.000 metros. Acabó octava.

Para la mujer fue un punto de inflexión. Renunció al sistema político al tiempo que renunció al deporte de élite. Pagó caro por ambas decisiones: su expulsión del Foro Deportivo de Berlín, prácticamente la puerta de entrada al sistema burocrático deportivo.

La mujer acabó alcanzando un grado superior de estudios literarios gracias a ciertas concesiones derivadas de su pasado deportivo, que le valieron un puesto en la Academia de las Artes, uno que compaginó con clases de aerobic en un gimnasio de Berlín.

"Me enteré de la caída del Muro en plena clase. Recuerdo la euforia desatada, la histeria colectiva, la locura generaliza. Yo albergaba mis dudas", explica. Algunos de sus amigos ya se encontraban bajo una inmensa presión económica. "Acabé trabajando en una pequeña editorial durante unos años hasta que cerró. Mis amigas comenzaron a beber por las mañanas", lamenta.

Kahl es ahora la directora de la Fundación Alemania para la Infancia y la Juventud, el trabajo de sus sueños, reconoce, sin tiempo para la nostalgia. "Ni siquiera he visto mi ficha de la Stasi", asegura.

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