diario de afganistán (3)

Un legado de sufrimiento

El periodista Gervasio Sánchez ha regresado a Afganistán y lo hace justo cuando se cumplen 40 años del inicio de una guerra en la que el país sigue inmerso y de la que él ha sido testigo de excepción.

Masuma, 18 años, la prometieron con tan solo 7 años con un hombre casado de 30 con el que contrajo matrimonio siendo menor y del que quiere divorciarse.
Masuma, 18 años, la prometieron con tan solo 7 años con un hombre casado de 30 con el que contrajo matrimonio siendo menor y del que quiere divorciarse.
Gervasio Sánchez

Ser mujer o niña en muchos países es extremadamente injusto. Tus derechos son conculcados cada día. Puedes enfrentarte a situaciones difíciles de imaginar. En el círculo interno familiar, en el trabajo, en la calle. Si el país vive una guerra tus posibilidades de convertirte en un botín y ser violada son muy elevadas. Pero es difícil encontrar situaciones tan alarmantes como en Afganistán.

Durante muchos años fotografíe a mujeres cubiertas con burka. Antes de los talibanes, durante los talibanes, después de los talibanes. En setiembre de 2001 me aposté con varios compañeros con los que viajaba por el norte de Afganistán que si encontrábamos una mujer en la calle sin burka, yo pagaba una gran comida.

Nuestro viaje transcurrió durante cuatro días por zonas de Afganistán donde jamás habían estado los talibanes. Al contrario, los líderes políticos pertenecían a la Alianza del Norte, la coalición que Estados Unidos instrumentalizó para poner fin al régimen rigorista talibán. Por supuesto que gané la apuesta.

En 2009 propuse al Ayuntamiento de Barcelona hacer un trabajo documental sobre la situación de las mujeres y las niñas afganas, especialmente en relación con los matrimonios forzosos en un país donde no existe el matrimonio por amor. Se trató de buscar testimonios de mujeres y menores con nombre y apellido que se atreviesen a denunciar las brutales situaciones que vivían.

Jamila, de 17 años, casada y embarazada de dos meses, se quemó a lo bonzo y murió. En la foto, sus familiares amortajan su cuerpo
Jamila, de 17 años, casada y embarazada de dos meses, se quemó a lo bonzo y murió. En la foto, sus familiares amortajan su cuerpo
Gervasio Sánchez

Hacer fotos de mujeres con burka es muy fácil. En las horas felices de luz para un fotógrafo, cuando el sol empieza a enrojecer las calles, se pueden conseguir auténticas postales. Hay fotógrafos muy conocidos que se han dedicado a mostrar un mundo de colores que poco tiene que ver con el submundo de dolor que subyace en la vida de la mayoría de mujeres afganas.

Supe desde el principio que no iba a ser una tarea fácil trabajar en una temática tan sensible en una sociedad muy conservadora. Además, un hombre fotografiando mujeres sin burka ni siquiera iba a ser bien visto por las propias víctimas de situaciones extremas.

Los problemas comenzaron a acumularse desde el primer viaje. Había que solicitar permisos que se invalidaban en el último minuto. O esperar años (en el caso de las menores que fotografié en un correcional) para conseguir un puñado de horas suficientes que permitiesen hacer un buen trabajo.

Este trabajo lo realicé con Mónica Bernabé, la única periodista española y una de las pocas de todo el mundo que vivía permanentemente en Afganistán. Sin ella el trabajo hubiese sido imposible.

Ella se encargó de gestionar los permisos, recopilar información, documentar los casos y consiguió convencer a muchas de las mujeres retratadas de la importancia de nuestro trabajo. Cuando yo llegaba a Afganistán me ponía a fotografiar sin perder un segundo porque antes se habían hecho todos los trámites necesarios.

Durante los cinco años que duró este proyecto viví situaciones de gran dolor e indignación. No fue fácil enfrentarse a casos de mujeres o menores que se habían quemado a lo bonzo o intentado suicidar con matarratas u opio para huir de situaciones brutales.

Recuerdo el día que tuve enfrente a niñas de 13 años obligadas a casarse con ancianos y que, después de varias semanas de abusos permanentes similares a las violaciones, consiguieron refugiarse en casas de acogida. Fue doloroso sentir que la impunidad generalizada y el peso de la tradición ahorcaban la vida de las mujeres.

Lo peor fue llegar a la conclusión de que en años de intervención extranjera había sido imposible cambiar comportamientos vinculados a tradiciones ancestrales que convierten a las mujeres en sombras maltratadas y reprimidas para siempre.

Ante la presencia centenares de miles de soldados y civiles las mujeres seguían siendo asesinadas por adulterio, obligadas a casarse con su violador, mutiladas por abandonar el hogar conyugal o apaleadas por el simple capricho de sus maridos.

Era innegable que desde la caída de los talibanes en noviembre de 2001, las mejoras en las vidas de las mujeres y las niñas afganas se habían multiplicado. Podían estudiar, trabajar y tener acceso a la salud. Un 27% de los escaños en el parlamento estaban ocupados por mujeres. Se habían convertido en agentes de la policía o soldados. Algunas jugaban al fútbol o boxeaban. Miles de universitarias paseaban por los campus universitarios y competían con sus compañeros varones por las mejores notas.

La constitución de 2004 garantizó la igualdad de derechos entre hombres y mujeres y la Ley de 2009 sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer reafirmaba que la violencia contra la mujer era un delito penal. El gobierno afgano se comprometió a reformar otras leyes en el marco de un Plan de Acción Nacional y se redactó una ley de familia aunque sigue paralizada desde 2010.

Las mujeres ya no eran tratadas como botín de guerra como en el pasado cuando los señores de la guerra incitaban a sus soldados a que las violasen como una forma de recompensarlos e intimidar a los bandos contrarios. Ni eran azotadas en las calles como ocurría durante el brutal régimen talibán por enseñar el tobillo, utilizar zapatos de colores prohibidos o caminar sin acompañamiento masculino. O ejecutadas en plazas públicas por atreverse a desafiar la moral más retrógrada.

Pero los gobernantes seguían siendo permisivos con las presiones de los sectores conservadores tantos suníes como chiíes. En 2009 el presidente Hamid Karzai firmó la Ley Shia sobre el Estatuto Personal que le permitía al marido retirar la manutención a su esposa si se negaba a obedecer sus demandas sexuales y otorgaba la tutela de los niños exclusivamente a los hombres.

En marzo de 2012 el Consejo de Ulemas emitió normas de comportamiento para las mujeres. Prohibía la práctica tradicional de entregar a una niña a otra familia para resolver una disputa y decía que los matrimonios forzados son ilegales.

Pero, al mismo tiempo, prohibía a las mujeres viajar sin el acompañamiento masculino y recomendaba que no se mezclasen con los hombres en los lugares de trabajo o estudio.

En un informe de Human Rights Watch (HRW) se indicaba que “los tribunales envían a las mujeres a la cárcel por delitos dudosos mientras que los verdaderos criminales, que son los abusadores, quedan en libertad”.

La investigación de la prestigiosa organización humanitaria aseguraba que “los abusos más horribles sufridos por las mujeres no parecen provocar más que un encogimiento de hombros por parte de los fiscales, a pesar de que las leyes criminalizan la violencia contra la mujer”.

Descubrimos con nuestro trabajo que había alrededor de 400 mujeres y niñas encarceladas en prisiones o correccionales por “crímenes contra la moral”. En muchos casos “estos crímenes” eran oponerse a los matrimonios forzosos y no fue raro encontrar mujeres y niñas entre rejas por haber sido violadas.

No me asusto fácilmente. Pero he de reconocer que en Afganistán me he topado con lo peor del ser humano, con su incapacidad para sentir empatía y piedad con las víctimas, con niveles de violencia e impunidad difíciles de encontrar en otros países.

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