Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

La nueva guerra de Schindler

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Spielberg narró magistralmente la tragedia del Holocausto.
POL

Veinticinco años después de su estreno, ‘La lista de Schindler’ ha vuelto remasterizada a las pantallas comerciales. El reestreno de este auténtico clásico ofrece, al menos, dos interpretaciones. Desde la óptica estrictamente artística, es de justicia porque hay casi consenso en considerarla una de las más perfectas construcciones de la historia del cine. Desde la óptica político-ideológica, también resulta muy oportuno porque coincide con un inusitado auge del antisemitismo en Europa. El Gobierno francés, por ejemplo, acaba de anunciar que los insultos, amenazas, agresiones y homicidios contra judíos han subido un 74% en 2018. Pareciera que se haya olvidado el mayor crimen de la historia, a pesar de que sucedió hace tan solo siete décadas.

Occidente ha entrado en una época de políticas de odio. Ante fenómenos como el empobrecimiento de las clases medias, el avance de la robotización o los atentados islamistas, los populismos han aprovechado el desconcierto de la sociedad para intentar alimentar una espiral de miedo que amenaza con convertirse en algo estructural, en fundamento de nuestro modelo de vida. Y ahí es donde resurgen viejos sujetos del rencor colectivo: los extranjeros, los inmigrantes, los que son diferentes, los que tienen otra religión… los judíos.

En este contexto, estamos asistiendo a una batalla entre el discurso antisemita y el filohebreo. Subyace en el fondo la advertencia que han lanzado los responsables del Memorial Auschwitz: "Hay que recordar que el Holocausto no empezó en las cámaras de gas. El odio se generó gradualmente a partir de palabras, estereotipos y prejuicios mediante la exclusión legal, deshumanización y una escalada de la violencia".

Es una guerra de narraciones contrapuestas, de propaganda, de intentos de manipulación histórica e informativa, de relatos que buscan la hegemonía y también de operaciones encubiertas, atentados y escaramuzas bélicas en Oriente Próximo. En este maremágnum, el cine es una poderosa arma de guerra. Desde su nacimiento, el denominado ‘séptimo arte’ se convirtió rápidamente en una forma de entretenimiento masivo, pero también en el catalizador de un imaginario colectivo y en un medio de propaganda ideológica. Como señaló Hannah Arendt, "solo el populacho y la élite pueden sentirse atraídos por el ímpetu mismo del totalitarismo; las masas tienen que ser ganadas por la propaganda".

En el caso concreto del mundo judío, su imagen internacional mejoró mucho durante la segunda mitad del siglo XX con grandes éxitos como ‘Los diez mandamientos’ (Cecil B. DeMille, 1956), en la que Moisés (Charlton Heston) salva al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto, o ‘Éxodo’ (Otto Preminger, 1960). El peso del ‘lobby’ judío en la industria cinematográfica de EE. UU. ha logrado que Hollywood siempre haya proyectado un relato positivo del mundo hebreo y, además, elaborado por judíos: desde los clásicos Ernst Lubitz, Fritz Lang y Billy Wilder a Stanley Kubrick o Woody Allen.

El Holocausto no fue retratado en las grandes películas realizadas inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Solo poco a poco fueron grabándose cintas en las que se describe la tragedia: ‘El diario de Ana Frank’ (George Stevens, 1959), ‘Vencedores o vencidos’ (Stanley Kramer, 1961), ‘Adiós muchachos’ (Louis Malle, 1987), ‘La vida es bella’ (Roberto Benigni, 1997), ‘El pianista’ (Roman Polanski, 2002). Estas películas y, sobre todo, ‘La lista de Schindler’ (Steven Spielberg, 1993) han conseguido mantener viva la memoria del Holocausto y mejorar la imagen del mundo judío en mucha mayor medida que cualquier otra campaña clásica de propaganda.

El actual repunte del odio en Occidente representa una advertencia muy seria. Y el antisemitismo es el indicio más claro de que el odio está minando a las sociedades. Su ascenso revela que se están olvidando las lecciones del pasado más reciente. El cine no es ciencia histórica, pero una buena película hecha con fidelidad a los hechos narrados es capaz de lograr lo que no consiguen historiadores, libros y monumentos: mantener la memoria colectiva sobre una tragedia. Por eso, al contradictorio Oskar Schindler todavía le quedan muchos corazones por conquistar.

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