Por
  • Víctor Orcástegui

La sonda fría

Una recreación artística de la sonda solar Parker acercándose al astro rey.
Una recreación artística de la sonda solar Parker acercándose al astro rey.
NASA / Efe

Los primeros compases de la carrera espacial, entre el final de los años cincuenta y los ochenta, fueron una gran aventura. Una sucesión de proezas técnicas en las que un puñado de hombres, después también alguna mujer, se jugaban el tipo más allá de los confines de la Tierra. El primer satélite artificial, el primer hombre en órbita, la primera vuelta a la Luna, el primer alunizaje, con el primer paso que dio un ser humano fuera de la casa común, el primer paseo espacial, la primera estación permanente lejos de la estratosfera. Todo eran comienzos. Completada, o casi, la exploración y conquista del planeta, nuestra especie saltaba al exterior, de manera titubeante pero confiada. Es verdad que, en gran medida, se trataba de una competición propagandística entre estadounidenses y soviéticos, pero millones de personas la seguían con interés y emoción: astronautas y cosmonautas llevaban la bandera de su país en el brazo, pero eran a la vez la vanguardia de la humanidad, los protagonistas de una epopeya colectiva de la que todos éramos partícipes. Hoy, las misiones espaciales o se han vuelto aburrida rutina, como las idas y venidas a la estación espacial, o son tan ambiciosas científicamente que necesariamente excluyen al elemento humano. Como la sonda Parker, que visitará los ardientes arrabales del Sol, pero que aquí abajo nos deja completamente fríos. Donde no late el corazón de un ser humano, ni hay emoción ni hay aventura.