Chafar el futuro

Las elecciones presidenciales en México están marcadas por unas relaciones sociales que tienen un sustrato jerarquizado, pendiente de cambio para que realmente permitan pensar en términos de ciudadanía libre, emancipada y autónoma.

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México es fascinante. Cuanto más se conoce, más se experimenta esta sensación. Su gente, su gastronomía, su naturaleza, su cultura… su historia lo confirman. Una de las grandes riquezas es su diversidad lingüística. El español es dominante, pero hay mucho más. Desde el náhuatl hasta más de cuatrocientas lenguas indígenas entre variantes y troncos comunes. Esa diversidad está ligada a diferentes circunstancias y a resultados históricos contrapuestos. Mucho antes de la llegada de los españoles, las pugnas y luchas marcaron la evolución de ese mundo de diversidades. E incluso después de la independencia, las relaciones entre clases sociales y grupos étnicos tampoco fueron un camino de rosas. Basta con tomar en consideración el caso de los yaqui, en el estado de Sonora; la represión del gobierno de Porfirio Díaz en el siglo XIX intentó aniquilarlos. No fueron los únicos en vivir una transformación social violenta; son parte de una dinámica histórica que no ha terminado de cerrarse. La colonia quedó en el pasado, pero ‘lo colonial’ sigue vertebrando las estructuras de poder. En este sentido, la desigualdad social actual sigue arrastrando aquellas relaciones de dominación. Son formas de interacción social donde quienes no tienen poder repiten esas viejas pautas inerciales de sumisión. Dicho simplificando, mandan los de siempre y obedecen los mismos.

Las relaciones sociales tienen un sustrato jerarquizado, pendiente de cambio para que realmente permitan pensar en términos de ciudadanía libre, emancipada y autónoma. De hecho, las próximas elecciones presidenciales estarán marcadas por esas coordenadas. Formalmente, las urnas estarán abiertas. Pero las ‘casillas electorales’ –es decir, los lugares donde emitir el voto el día de la jornada electoral– no está nada claro que no sufran contratiempos. Los pronósticos aventuran una victoria de Andrés Manuel López Obrador, líder de Morena, mientras que José Antonio Meade, del PRI, queda a una distancia aparentemente insalvable. Sin embargo, quienes conocen la tradición política mexicana no tienen tan claro que las encuestas sirvan para acertar el resultado. Es más, para que un candidato a presidente consiga vencer, más allá de los votos, se requiere la conjunción de tres pilares clave. En primer lugar, el futuro presidente ha de contar con el apoyo del poder económico del país o al menos de una parte relevante del mismo. En segundo lugar, necesita tener de su lado a una parte de los capos del narcotráfico, sin esa condición ningún candidato conseguirá levantar un resultado positivo. Y, en tercer lugar, los poderes fácticos del vecino estadounidense también juegan en esta partida, no solo el gobierno de Trump. Para más de uno y de una, las elecciones presidenciales no dejan de ser un simulacro y un momento trágico. Simulacro, porque los partidos, sus candidatos y las urnas forman parte de un gran teatro sociopolítico con graves problemas democráticos. Las presiones y la violencia son recursos en manos de quienes tienen la capacidad de presionar para conseguir su resultado. Y es un momento trágico porque es necesario que el sistema funcione correctamente; pero parece imposible librarse de las formas violentas que marcan cotidianamente la sociedad mexicana.

Hay quienes advierten de la posibilidad de una confrontación social inminente. Si no se cumplen las expectativas de cambio, la violencia es muy probable que se incremente. Son muchos y muchas quienes esperan que cambien las coordenadas. Pero más de uno sostiene que, como siempre, será una ‘chafa’. Y esta chafa será más frustrante que en sexenios anteriores. El diccionario de la RAE define este mexicanismo como algo "de mala calidad". La palabra también se utiliza para referirse a cosas que son un fraude, una mentira, algo estropeado. Ni los mexicanos ni las mexicanas merecen que les ‘chafen’ el Estado democrático que quieren ser. Para quienes cuentan con el poder del dinero y de las armas, resulta trivial aplastar lo que quiere construirse. Eso forma parte de una tradición, tampoco muy lejana de lo que hemos sido y somos en España. Necesitan, necesitamos un mundo mejor y no chafar el futuro.