Mi Sierra Maestra

Así contó uno de los mejores reporteros españoles su primer encuentro con el líder cubano hace 60 años. El periodista, fallecido en 2013, pasó meses en Sierra Maestra.

Fidel Castro falleció a los 90 años en La Habana.
Muere Fidel Castro
Agencias

En el invierno de 1957, ascendí a las lomas de Sierra Maestra en busca de Fidel Castro y el centenar de hombres, entre ellos Ernesto ‘Che’ Guevara, que se habían ido agrupando allí tras el desembarco del 2 de diciembre de 1956.


Desde junio estuve estudiando mi viaje a la Sierra rodeada por 16.000 soldados de Batista. No era fácil para alguien llegado de Europa sin contactos previos. Me ayudó observar cómo fracasaban los colegas y competidores de ‘Time’ y ‘Life’. Como buenos americanos habían alquilado un chalet de dos plantas y habían desplazado allí una docena de hombres y mujeres para, bajo la batuta de Jay Mallin, intentar el ‘scoop’ de llegar a Sierra Maestra. Me adelanto a algunos críticos que dirán que el primero que subió fue Herbert Mathews, de ‘The New York Times’. El colega americano fue reclamado en Manhattan por Mario Llerena para que certificase que Fidel no había muerto en combate como sostenía la propaganda batistiana. Llegó hasta la Sierra, donde estuvo escasamente 24 horas, tiempo suficiente para hacerse la foto con Fidel y dejar por mentiroso al Gobierno de Batista.


En el chalé de los americanos asistí al regreso, con el rabo entre las piernas, de algunos colegas que eran descubiertos en el aeropuerto de Santiago de Cuba por el general Chaviano o sus hombres. Desde aquel instante, el marcaje era implacable e imposibilitaba el contacto entre periodista y miembros de la resistencia. Preparé cuidadosamente mi propio viaje a la Sierra teniendo en cuenta los errores de mis colegas americanos. Cuando hube contactado con un resistente santiaguero, temporalmente en La Habana por ser buscado en su ciudad natal, hice llegar por mediación de su mujer, una foto mía a su madre, una robusta aragonesa dueña del bar Windsor. En una caja de whisky, debidamente marcada para que la maña la abriese antes que algunos de sus poco fiables camareros, dejé la primera fila de botellas escondiendo debajo una cámara Olympus 35-S con objetivo fijo de 35 mm y una Rolleiflex con 20 rollos de película. Otra de mis precauciones fue ir con guayabera que, con el bigote y un ‘tabaco’ (cigarro) sin encender entre los dientes, me cubanizaban. Finalmente, de todos los vuelos que había entre La Habana y Santiago, intencionadamente elegí el peor, el llamado ‘Cañero’ porque era utilizado por los capataces de los ingenios (fabricas de azúcar) que acudían a rendir cuenta a los propietarios, habitualmente residentes en la capital. Aquel vuelo salía a las 6 o 7 de la mañana y tras cuatro paradas alcanzaba Santiago alrededor de las 9.


La madre de Luciano me reconoció y, al darme la vuelta de mi consumición, adjuntó unas llaves y un croquis de cómo llegar a su casa con la orden de esperar hasta la noche sin encender la televisión ni hacer ruido. Por fin, la enorme aragonesa vino con un jovencito rubio mal teñido. Se excusó porque sus bragas, tendidas en medio de la única habitación de su vivienda, me habían obligado a sortearlas cada vez que paseaba para calmar la espera.


De allí salí con mis pertenencias, que la mujer había guardado, y fuimos a ver a Deborah, nombre de guerra de la dirigente máxima de la resistencia en Santiago. Me fijé en las muchas vueltas inútiles que se me dio en el coche para despistarme. Eso hizo que al apearme del vehículo me fijase en un garaje mecánico y memorizase el nombre. Dos puertas más abajo, tras la señal convenida, fuimos introducidos en una casa. Deborah, llamada Vilma Espín y que luego sería la esposa de Raúl Castro, era muy atractiva. Dijo que tendría que ser paciente, porque no había guías para ir a la Sierra. Durante 15 días estuve de casa en casa sin dormir más de dos noches en un mismo lugar. No podía ver la televisión con sonido ni hacer el menor ruido por temor a los vecinos. En una de las últimas casas donde me alojé, los dueños eran una pareja de negros de unos 40 años, miembros de los Rosacruces de California, una rama de la masonería popular entonces en Cuba.

Candorosos

Por supuesto, eran muy amables y su proselitismo, candoroso. A la hora de acostarnos la primera noche me dijeron que solo disponían de una cama de matrimonio y que el marido dormiría entre su mujer y yo. Como no había sofá y no quise ofenderles, acepté...


A la mañana siguiente, cuando ambos se fueron a trabajar y estuve solo, reflexioné sobre lo estúpido de mi situación. Había escapado a Chaviano, que siempre pensó que los periodistas viajaban en el vuelo directo de las diez, pero era prisionero de un círculo de resistentes benévolos pero ineficaces para mi propósito. Hacía un mes que el Padre Sardiñas de Pinar del Río había plantado un mensaje con un cuchillo en la puerta de su iglesia: "Feligreses... ¡me fui pa’la Sierra!" Si él lo había conseguido, como aseguraba el semanario satírico ‘Zig-Zag’, ¿por qué no lo iba a conseguir yo?


Abandoné la casa del matrimonio masón y tomé un taxi que me condujo a la dirección del garaje mecánico cuyo nombre retuve al entrevistarme con Deborah. Una vez que el taxista hubo desaparecido de mi vista, llamé a la puerta de Deborah. La muchacha que me abrió se quedó horrorizada por mi presencia en el clandestino Cuartel General del Movimiento 26 de Julio (M-26). Deborah se repuso y, tras escuchar mi amenaza de irme a la Sierra por mi cuenta, hizo un par de llamadas. "¿Cuánto tú calzas?" Me preguntó sin soltar el auricular. Todo quedó arreglado. No volvería con los Rosacruces, sino que dormiría en casa del doctor Antonio Buch, una preciosa mansión desertada por el médico supuestamente refugiado en Miami. A las siete de la mañana vinieron a buscarme. Desde la calle hicieron las señales convenidas con los faros de un Land Rover contra la puerta de cristal de la casa.


Me entregaron botas, gruesos jerséis y una caja con mi equipo fotográfico del que había estado separado durante 15 días. La carretera asfaltada que cruzaba la isla de punta a punta era impracticable por el número de controles que había, sobre todo en las cercanías de Sierra Maestra. Incluso la ‘guagua’ que había llevado la caja de whisky a Santiago había sido abierta, afortunadamente sin que examinasen la segunda fila de botellas. Tomamos el Camino Real, una carretera empedrada construida por los españoles hace varios siglos. El todoterreno daba botes y saltaba sobre los adoquines. Había que vadear los riachuelos sin puentes sujetando el vehículo con sogas para que no lo arrastrase la corriente. Pasamos una noche en casa de un guajiro situada a pocos metros de la vía férrea La Habana-Santiago. En un momento dado de la cena, el guajiro apagó las luces y nos pidió tirarnos al suelo. Cuando el convoy militar pasó delante de la finca, una ráfaga de disparos cruzó el comedor y acabó de destrozar unos trozos de cristales que quedaban del anterior ataque. Un mes más tarde, la Policía batistiana llegó a la casa y asesinó al matrimonio y sus dos hijos pequeños.


En un puesto de compra-venta mayorista de café, en la ladera de la Sierra, cambiamos el Land Rover por unos mulos. El conductor negro se quedó guardándolo y el doctor Buch y yo seguimos al guía, Napoleón, guajiro de la misma Sierra. Un comprador de café, admirador de Fidel, me entregó un cigarro habano de 1,20 metros de largo por 3 centímetros de diámetro para que se lo entregase al líder rebelde como regalo de la cercana Navidad. Omito los problemas que me ocasionó cuando, recto como una antena de radio en mi mochila, mi mulo y yo caíamos por una ladera arcillosa mojada tras las recientes lluvias. Milagrosamente y con alguna capa magullada, el habano sobrevivió.


Aquella noche dormimos en Las Minas del Frío, hoy centro de peregrinación revolucionaria y entonces dos bohíos (chozas con techo de chamizo o bagazo). Allí encontramos dos rebeldes, chico y chica, que guardaban a dos prisioneras, dos putas que se acostaban con oficiales batistianos y que fueron secuestradas de su cama en Bayamo mientras ‘trabajaban’. Su castigo consistía ahora en enseñar a los guajiritos a leer y a escribir. Hay que decir que en Sierra Maestra, donde vivían unos 50.000 guajiros en 2.400 kilómetros cuadrados, jamás había habido ni un maestro ni un médico ni un cura. El padre Sardiñas, al ver el estado de abandono espiritual de la población, empezó a bautizar, dar primeras comuniones y casar a la gente, ya que los rebeldes eran los menos necesitados de su atención. Todos los guajiros obedecían a un patriarca, Crescencio Pérez, casado ‘por lo criminal’ como decía él mismo, con tres hermanas a la vez. Dos de sus hijos servían en la columna del Comandante Fidel. Allí colgamos nuestras hamacas y pasamos una noche heladora escuchando aullar el viento.


Veinticuatro horas más tarde alcanzamos un grupo de bohíos donde me dejé caer exhausto con la espalda contra el adobe de una choza. La sombra de un hombre me hizo levantar la cabeza.


-¿Enrique Meneses?... Soy Fidel Castro. Era el día de Navidad de 1957.


La vida en la Sierra Maestra, cuando llegué, había logrado normalizarse, aunque no hacerse cómoda, después de los primeros meses aciagos tras el desembarco del Granma. De los 82 invasores, doce habían escapado a la muerte y a las tropas de Batista. Todo me parecía de un simbolismo increíble ¡Fidel Castro y sus doce apóstoles! La ayuda de los guajiros, siguiendo instrucciones de Crescencio Pérez, fue decisiva. No solo sirvieron de porteadores sino que dieron alimentos a los rebeldes y sirvieron de guías mientras saboteaban los mismos favores exigidos por las patrullas batistianas. Las cajas de municiones o las ametralladoras portadas a espaldas de guajiro desaparecían misteriosamente en los matorrales del camino. Hasta la chiquillería, sigilosamente, seguía a la tropa gubernamental recogiendo la munición que sus mayores iban dejando caer descuidadamente en el sendero. La desinformación de los guajiros fue otra de las armas de los rebeldes: conducían directamente al Ejército a las emboscadas preparadas de antemano. La captura de esas armas permitía pertrechar a los voluntarios que no cesaban de llegar a la Sierra procedentes de toda la isla y de todos los estratos sociales. Las pequeñas guarniciones batistianas fueron evacuadas y solo quedaba la de Pino del Agua en un aserradero propiedad de un marqués español cuyo nombre no recuerdo.


El ejército rebelde, a principios de 1959, consistía en tres columnas en perpetuo movimiento y compuestas cada una por unos 25 o 30 hombres y algunas mujeres. La que mandaba Fidel, La Comandancia, caminaba de sol a sol durmiendo cada noche en donde se le antojase a Fidel. Se colgaban las hamacas y se protegían del grueso rocío tropical con plásticos echados por encima de una cuerda tendida entre los mismos árboles que la hamaca. Yo carecía de hamaca y de plástico. Lo primero lo había resuelto descosiendo los laterales de un saco de yute destinado al café de los guajiros. Estirado y sujeto con sendas cuerdas en los extremos me sirvió de hamaca. Para el problema de la auténtica lluvia que representa el relente tropical, Fidel me ofreció colocar mi hamaca por debajo de la suya y de su plástico. Con su 1,85 de estatura no tenía problema para acceder a su lecho pero su conocida verborrea me impedía dormir. Con su ‘tabaco’ entre los dientes, me requería para que le contase todo lo que sabía de la revolución egipcia. Cerca de cuatro años de estancia en la tierra de los Faraones me permitía tener una opinión bastante negativa.

Clases de francés

Por las mañanas, Raúl Castro y Ramiro Valdés acudían al campamento de Fidel para que yo les diese clases de francés. Más lejos, sedentario por su asma, el comandante Ernesto Guevara se había organizado como Robinson Crusoe en un grupo de bohíos abandonados. El Che los había convertido en hospital, taller de reparación de armas, panadería, obrador para la confección de uniformes y zapatería y hasta, en mi honor, un pequeño bohío con un cartel que decía ‘Prensa Extranjera’. Solo de tarde en tarde, el Che abandonaba su campamento del río Yara para ir al encuentro de Fidel en una cita convenida. Tuve ocasión de verle media docena de veces en los cuatro meses que pasé allí.


La primera, alrededor de la fiesta de Reyes. Llegó en mulo y nos trajo la noticia de que el padre Sardiñas había disparado su revolver al aire la noche de Navidad. Cuando el buen padre apareció en el bohío, estábamos de acuerdo en gastarle una broma. Serios todos, Fidel le recibió reprochándole haber disparado varios tiros al aire gritando «¡Viva Cristo Rey!».

-¡Ni somos una monarquía ni podemos gastar munición alegremente!

El cura bajó la cabeza azorado.

-Al no tener campanas, era la misa del gallo...

Alrededor del fuego se charló de la guerra del Canal, pero enseguida la conversación giró hacia Franco y su dictadura.

-¿No ‘sos’ capaces de organizar una guerrilla contra el tirano?, me soltó Che Guevara chupando su pipa apagada y mirando fijamente la llama de la hoguera.


No conseguí convencerle de que el Ejército español no era el de Fulgencio Batista, que la lucha de guerrillas se inventó en España y que los maquis que teníamos esparcidos por Castilla, León y Asturias eran insignificantes en número. La Guardia Civil se bastaba para neutralizarlos. Más tarde, José Guerra Alemán, periodista y cineasta cubano, recogió en su libro ‘Barro y Cenizas’ (Fomento Editorial, 1971): "...entre memorias al tuntún, alguien menciona a Enrique Meneses, el joven periodista español. Guevara –implacable, pero admirador de la sinceridad– comenta risueño:

-Meneses tuvo el valor de confesarnos, en estos tiempos de avance social, en esta misma Sierra Maestra, que sus ideas políticas son monárquicas, y para colmo, ¡borbónicas!".


Me divierte ver la mutua simpatía que siempre se han demostrado Juan Carlos I y Fidel Castro y que seguramente el monarca también hubiese compartido con el Che Guevara. Lo que sí me era difícil en nuestras charlas era convencerles de que la monarquía parlamentaria no era una forma de Gobierno sino un símbolo garante de la unidad de una nación o naciones. El sistema presidencialista estadounidense es para los sudamericanos, como tantas otras cosas de ese gran país, la única fórmula que conciben. La cohabitación de un presidente francés con un primer ministro socialista o conservador les es totalmente incomprensible. Cada vez que mencioné lo estúpido que era echarse en brazos de Estados Unidos o de la URSS, Fidel callaba pero Raúl y el Che se reían de una Europa, según ellos, "carente de pulso".


Fueron muchas las caminatas detrás de Fidel Castro y delante de Celia Sánchez, su secretaria particular y excelente montañera antes de la revolución. Muchos me preguntaron a posteriori por qué no me interesé más por el Che Guevara que por Fidel Castro. Para un profesional de la información, el arte del Tarot no es un instrumento de trabajo. Guevara no era más importante que Camilo Cienfuegos o Ciro Redondo u otros. Yo sabía que Fidel era el líder supremo del Movimiento 26 de Julio, nombre que conmemoraba el frustrado asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba en 1953. Lo fotografié en cientos de ocasiones y charlé con él día y noche, casi siempre de política internacional, incluida la española.

De regreso a La Habana

A principios de febrero decidí ir a La Habana. No solo había agotado mi provisión de película sino que Fidel había confiscado la de todos los rebeldes de la Sierra para que yo pudiese seguir trabajando. También tenía ganas de poner mi reportaje a buen recaudo en la redacción de ‘Paris-Match’.


En La Habana, la resistencia del M26-7 se dividía entre los que se jugaban la vida atentando contra policías y Ejército y los que colaboraban con la resistencia de 7 a 9, después del trabajo o del Country Club. Estos últimos eran gentes de la clase alta habanera. En una de esas casas del barrio elegante conocí al ingeniero Agustín Capó que me alojó un par de días en su chalé. Hasta entonces estuve escondido en casa de una puta en la parte vieja de la ciudad. Aficionado a la fotografía, Capó tenía un excelente laboratorio donde pude revelar todos mis rollos no solo por comprobar la calidad de mi trabajo sino para facilitar su envío a Francia. La segunda casa donde me alojé, y donde estuve hasta completar la semana, fue la de Piedad Ferrer, una muchacha muy guapa y esbelta de 17 años, hija de un coronel que había luchado contra España y que se hallaba recluido en una habitación de la casa ignorante de que tenía armas y una emisora de radio debajo de su lecho de enfermo. Allí ideamos la forma de enviar mis películas y los 50 folios de información que constituían mi trabajo de aquellos meses. La moda hacía que las chicas jóvenes llevasen enaguas almidonadas para hacer campana y resaltar la estrechez de las cinturas. Pilar soportaba dos enaguas almidonadas y entre ellas colocaríamos mis películas y mis textos en la parte delantera para permitirla sentarse en el avión que la llevaría a Miami «a ver a su novio». Su amiga Conchita y dos criadas negras, así como el chófer, colaboraron en la operación.


Entre los escritos que remití a la redacción de ‘Paris-Match’, una carta a André Lacaze, jefe de los Servicios Informativos del semanario, explicaba la situación en la que me encontraba por el hecho de ser Cuba una isla. "No publiquéis nada antes de que yo os avise de mi llegada a un tercer país. La prensa cubana ha señalado mi presencia en Cuba y el extremista senador Rolando Masferrer me ha prometido plomo por situarme del lado de los rebeldes. No puedo cruzar el estrecho de Florida nadando en caso de huida", decía.


Agustín Capó era ingeniero-jefe del Servicio de Aguas de La Habana y como tal cargo oficial, disfrutaba de ciertos privilegios. Entre ellos poder importar material de EE. UU. y enviarlo a cualquier lugar de la isla. Así es como volvimos a tomar el avión ‘cañero’ con un radio-emisor Collins del Ejército estadounidense de segunda mano que simulaba ser un aparato para analizar aguas en la ciudad de Manzanillo, pegadita a la Sierra Maestra.


Le acompañé en aquel retorno que fue mucho más rápido que el primer viaje. Por mi parte, además de nuevas reservas de película, me traje una cámara de cine Bell & Howell de 16 mm. y su correspondiente película para filmar un documental. Todo ello me lo había proporcionado José Guerra Alemán del que hablé a propósito de sus conversaciones con Che Guevara. Durante mi estancia en La Habana me había entrevistado con Ruby Hart Philips, corresponsal de ‘The New York Times’, en su despacho situado frente al Palacio Presidencial de Fulgencio Batista. Ella me comunicó que en Hollywood estaban preparando una película sobre Castro con John Wayne de protagonista y que se rodaría en México. Necesitaba película documental de ambiente, los gestos de Fidel y los demás rebeldes, la vida, el decorado selvático, etc.


Agustín Capó, nuestro guía y yo caminamos desde que aterrizó nuestro avión hasta la caída del sol. Entonces habíamos alcanzado el espinazo de una colina alargada que hacía frente a otra denominada Pino del Agua. Allí, en un aserradero compuesto de 13 barracones, se concentraba la última guarnición que quedaba dentro de la Sierra Maestra. Saludamos a Fidel y tuve que relatar mis encuentros habaneros alrededor de un café tibio porque estaba prohibido hacer fuego y hablar alto. Camilo Cienfuegos se rió mucho de la ocurrencia hollywoodiense. "¿Quién hará de Celia? ¿Rita Hayworth?".


Paseando por el sendero que cruzaba la cima de la colina pude apreciar a ambos lados, en los principios de cada ladera, medio centenar de hombres echados en el suelo con sus mochilas de almohada. En voz baja se contaban chistes y calmaban la espera con risas mudas. Muchos me saludaban con la mano. Otros no los conocía: pertenecían a la columna del Che Guevara que había acudido a la juerga.

Era difícil conciliar el sueño

Poco a poco, los murmullos se fueron apagando y los ojos se cerraban para dormir unas horas. Era difícil conciliar el sueño, como sucede siempre en vísperas de combate. Me acordaba de las horas que precedieron el bombardeo anunciado de Abú Zaabal, en la carretera de El Cairo a Ismaelía. Cuando apareció la aviación británica ametrallando la carretera donde nos encontrábamos media docena de periodistas, se dispararon nuestros nervios y desapareció la modorra de aquella incipiente noche. Aquí, la voz de Fidel seguía retumbando en mis oídos mientras mis párpados se cerraban.


A las cinco de la madrugada, una palmadita en el hombro me devolvió a la realidad cubana, lejos de la guerra del Canal. Estábamos rodeados de niebla cerrada. Se formó una columna de hombres y media docena de mujeres que no veíamos a más de dos metros. Nos colocamos pañuelos blancos colgando del cuello de la camisa por la parte de la nuca. Eso permitía a cada cual seguir al de delante. En el límite de aquella plataforma me encontré con Fidel, el Che y el capitán Guajiro, un guerrillero que custodiaba el único mortero de 81 mm de que disponían los rebeldes y solo había un par de obuses para alimentarlo. Con él se iniciaría el combate.


Echados en el suelo veíamos cómo la niebla pasaba veloz entre la colina del aserradero y la nuestra. Cuando aparecía un desgarrón en esa niebla, podíamos vislumbrar los barracones ocupados por el Ejército. Varios fusiles y ametralladoras estaban apuntando a los edificios de los que saldrían despavoridos los soldados tan pronto el rifle de Fidel iniciase la batalla. No se pretendía tomar la posición sino obligarles a pedir refuerzos que caerían en alguna emboscada preparada en los dos únicos caminos por los que podían llegar.


Fidel disparó su rifle de mirilla tan pronto fue la hora convenida y apareció un jirón de claridad en la niebla. La fusilería cerrada siguió a aquel primer disparo. Sobre las 9.30 apareció la aviación ametrallando la plataforma de la colina. Según el lugar de donde procedía el ataque, nos protegíamos detrás de los árboles. Daba tiempo a encender un cigarrillo y ponerse del otro lado del tronco antes de que los aviones hubiesen girado en redondo para atacar de nuevo. Cuando se les acabó la munición, los aviones desaparecieron hacia el aeropuerto de Camagüey. Durante el día, apareció en nuestro frente el marqués español dueño del aserradero con un mensaje del jefe de la guarnición. Deseaba saber si los rebeldes estaban dispuestos a negociar un alto el fuego.

Un ultimátum

Fidel decidió redactar un ultimátum en el que se apelaba al patriotismo del Ejército cubano y a su sentido de la libertad frente a la tiranía. Aportaban mejoras en el texto Humberto Sorí Marín, entonces el mejor abogado de Cuba, y Luis Orlando Rodríguez, ex propietario del diario comunista ‘La Calle’, cerrado por la dictadura de Batista. El marqués no quiso regresar al aserradero y hubo que enviar a un parlamentario rebelde con bandera blanca. Durante la espera se escuchó una violenta explosión hacia nuestra izquierda, es decir, hacia el norte de Pino del Agua. La emboscada montada por Raúl Castro parecía haber tenido éxito.


Por la tarde, no había llegado la respuesta de Pino del Agua y se había observado movimiento de tropas en la guarnición. Más tarde llegaron noticias de Raúl. La emboscada había fracasado al hacer explotar la carga de dinamita que cortaba el camino ante la presencia de un camión de tipo militar conducido por un campesino y cargado de caña de azúcar. La explosión alertó a los refuerzos que venían un par de kilómetros detrás. La sorpresa quedó en nada. No se pudieron capturar armas, principal objetivo de la operación, pero los refuerzos dieron marcha atrás creyéndose ante fuerzas muy superiores.


Al anochecer, Fidel dio orden de retirada y me encargó comunicárselo al Che que se encontraba en lo que fuera primera línea de fuego en la madrugada. Avancé prudentemente inclinado hacia aquel promontorio porque los disparos esporádicos todavía silbaban por aquel aire. En un tronco de árbol abatido, me encontré al Che sentado con su rifle de mirilla en mano y su pipa apagada en la comisura de su boca. Junto a él, con una rodilla en tierra como el servidor de un cañón británico, su ayudante. Le comuniqué la orden de retirada de Fidel.

-‘Decile’ que he descubierto, tras mucha investigación, que lo único que me alivia el asma es el olor a pólvora. Os daré alcance antes de la noche.


Cuando regresaba para alcanzar la columna, me encontré con Camilo Cienfuegos herido en el vientre o en el estómago. Se valía de una rama de árbol convertida en bastón para caminar. Le ofrecí mi hombro y así es como, despacito, nos encaminamos siguiendo las huellas de Fidel y sus hombres. En un alto, eché una mirada atrás y pude ver cómo el aserradero ardía. La guarnición batistiana había abandonado la posición. Era la última presencia militar en Sierra Maestra, reconociendo la imposibilidad de defender aquella región.


Posteriormente viví en directo el combate de Estrada Palma, donde me impresionó la espera del inicio del combate. Delante del comandante Delio Ochoa y de mí, echados en el suelo, a pocos metros de la posta donde media docena de soldados batistianos hacía guardia.


Mientras se desplegaban los rebeldes en círculo alrededor del Central Azucarero que servía de cuartel a los soldados batistianos, el transistor de los centinelas que iban a caer delante de mis ojos en cuando Ochoa iniciase el combate, emitía la canción de Lucho Gatica 'Reloj no marques las horas...'. Pocos minutos más tarde la media docena de soldados era abatida a menos de diez metros de nosotros.


El seis veces campeón del mundo de Fórmula 1, Juan Manuel Fangio, había sido secuestrado por Faustino Pérez, jefe del M26-7 en La Habana, y sus hombres en el hotel donde se alojaba. No pudo participar en el Grand Prix. La noticia dio la vuelta al mundo y ‘Paris-Match’ no tuvo más remedio que sacrificar mi seguridad y publicar el reportaje. Fue un bombazo internacional. "Con los rebeldes que han secuestrado a Fangio", titulaba el semanario. Tres reportajes en otras tantas semanas vieron la luz. El servicio de reventa de la revista no daba abasto ante las peticiones de toda la prensa internacional, incluido ‘Time/Life’.


De regreso a la capital tuve que estar cambiando de casa prácticamente a diario, hasta que decidí no moverme de la de Piedad Ferrer. La revista ‘Bohemia’ había adquirido de ‘Paris-Match’ la mayoría de mis fotos y había sacado un número especial de 500.000 ejemplares en un país con seis millones de habitantes. Fue tal el impacto, con asalto a quioscos de prensa incluido, que Batista suspendió las garantías constitucionales. En las patrulleras de la Policía mi foto estaba junto al San Cristóbal de algunos conductores.


Intenté buscar ayuda en las embajadas de España, Francia y Estados Unidos sin éxito. Solo pretendía llegar a la escalera del primer avión que me sacase de la isla. Finalmente, saliendo de la Embajada de EE. UU. los chivatos que se encontraban en ella me siguieron y acabé preso en la cárcel del Buró de Investigaciones, bajo el puente del río Almendares. Estuve varios días a palo limpio pero afortunadamente el embajador Juan Pablo de Lojendio me sacó de aquel apuro gracias a su amistad con Fulgencio Batista.

Seguir con vida

Cuando quise agradecerle seguir con vida, el agregado de prensa, Jaime Caldevilla me dijo que el embajador me hubiese presentado al presidente organizándome una cena si hubiese acudido a la Embajada desde el primer día. Le dije al agregado que transmitiese de todos modos mi agradecimiento y que dijese al embajador que yo no le decía cómo hacer su trabajo diplomático pero tampoco quería que me enseñase a realizar el mío.


Mientras el avión de Iberia cruzaba la isla que el Che Guevara bautizara como ‘el cocodrilo dormido’, la azafata se dirigió a los pasajeros.

-Y a su derecha tienen la célebre Sierra Maestra donde se puede descubrir el Pico Turquino, el punto más alto de Cuba.


Allí abajo, en la espesura verde y montañosa, dejaba cuatro meses de mi vida y un puñado de personajes, algunos de los cuales iban a hacer historia, siete meses más tarde.


Dos semanas después estaba yo en El Cairo para ocupar mi nuevo puesto: Jefe de la Corresponsalía para Oriente Medio de ‘Paris-Match’, con ocho países que cubrir, como se dice en el argot de la profesión más bella del mundo.

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