Por
  • Genoveva Crespo.

'Patria' y la libertad

Gracias a la recomendación temprana de lectores ‘privilegiados’, tuve la suerte de saber de ‘Patria’ en los primeros días de septiembre. Como a tantos miles de lectores que ya atesora Fernando Aramburu, apenas me duró unos días, pero esa lectura pronta me ha permitido disfrutar con avidez de cada línea escrita sobre el libro en estos dos meses. Ese conocimiento dificulta decir algo original. La novela es formidable e imprescindible, y lleva la justicia poética a ese infierno al que nos ha sometido durante casi medio siglo el terrorismo de ETA.


Contra esa asfixia se rebela, con la llave de la verdad de las mentiras que concede la literatura, Fernando Aramburu en un ejercicio extraordinario de libertad. Aramburu nunca ha buscado ser conveniente en un entorno en el que esa actitud te podía costar la vida y no se ha permitido dejar de mirar y de ver. Ya lo había hecho en sus libros anteriores, pero lo culmina en esas 600 páginas llenas de sufrimiento, silencios, infamias, complicidades, dolor… y un soplo de esperanza.


Por eso ha impactado tanto: porque hace ver lo que tantas veces resulta más cómodo obviar, y apela a lo más íntimo de nuestra conciencia. A través de la magia de una novela, Aramburu nos pone frente a la responsabilidad moral de ejercer nuestras obligaciones cívicas.

Esta semana ha vuelto a la Universidad de Zaragoza, en la que estudió, y nos ha contado, junto a su declaración de amor a nuestra ciudad, la necesidad que sentía de dar testimonio de lo vivido y, con el don de la palabra, evitar que prevalezca el discurso de los violentos.


Coincidiendo con el paso de Aramburu por Zaragoza, Donald Trump ganaba las elecciones a la presidencia de Estados Unidos y un halo de temor se ha adueñado del ambiente. Por supuesto, por el poder que desde la Casa Blanca puede ejercer un personaje así sobre el mundo. Pero, también, por la reiteración de la tendencia extendida por todo el planeta de rechazar a los poderes establecidos, sean del signo que sean, a los que se achaca el aumento de la desigualdad y el empobrecimiento de las clases medias, hasta ahora ejes de las democracias occidentales.


Desde luego, no faltan motivos para el descontento. Pero, a la vez, volviendo al espíritu Aramburu, eso no conduce obligatoriamente a convertir en salvadores a Trump o Le Pen. Ni a la resignación, ni a estar con el que más grita o con el que te dice lo que quieres oír, en esa ‘visión en túnel’ a la que conduce la turbulencia digital. Una ‘visión’ que, como explican los expertos, provoca audiencias segmentadas, en las que solo escuchas a tus ídolos, sin la incomodidad del contraste de pareceres, tal que si la política fuera una religión. Y, como nos recordó también recientemente en su conferencia en Zaragoza José Antonio Zarzalejos, alimentados por medios muy alejados de las buenas praxis periodísticas, y practicando además, desde la impunidad que facilitan las redes, el abatimiento de cualquiera que piense distinto.


Coordenadas como las presentes no las superaremos con fariseísmos ni con recetas simples que dicen estar al servicio de los que menos tienen, como esa última ocurrencia de la ‘huelga de deberes’, y que, solo por las buenas intenciones de quienes las enuncian, los demás ya ‘deberíamos’ considerar acertadas. Hace falta mucho más y no sobrarán el esfuerzo, el coraje cívico y, en definitiva, un sano ejercicio de la libertad, molestias incluidas.