En la mesa de Goya y el rey Carlos IV

Por las cartas a Martín Zapater, se descubre en el pintor la escasa sofisticación y el apego a las costumbres culinarias de su tierra de origen

Bodegón con costillas y cabeza de cordero pintado por Goya.









Bodegón con costillas y cabeza de cordero pintado por Goya.









Bodegón con costillas pintado por Francisco de Goya.
Bodegón con costillas y cabeza de cordero pintado por Goya.Bodegón con costillas y cabeza de cordero pintado por Goya.Bodegón con costillas pintado por Francisco de Goya.
Heraldo.es

En su columna dominical de este periódico (29-8-2021) trazaba el profesor Fatás unas pinceladas con su habitual prosa acerada y sabia, esta vez con rasgos de compasiva precisión (‘Goya en su silla de ruedas’), sobre el declive físico de nuestro ilustre paisano, recordado ‘ad nauseam’ en este año y desconocido mayoritariamente, salvo por los callejeros rurales que repiten su nombre, el de Ramón Cajal y hasta Costa, a falta de conocimiento de su importancia real por el cainismo aragonés, de acreditado arraigo.

Verosímilmente su vida se vio tan amargada en la época tardía por la estupidez y malevolencia de los politicastros del momento, que le impusieron el aislamiento y hasta el autoexilio, como por la intoxicación crónica por carbonato de plomo (albayalde), que daba luminosos blancos a su pintura al tiempo que impregnaba su organismo, sin posibilidad de eliminación, falleciendo en Burdeos en 1828, a los 82 años.

La senectud de Goya, llena de amarguras, deficiencias físicas y asechanzas políticas, no impidió que el artista nos legase obras maestras de factura tardía. Goya tomó partido, pero no fue un profesional de la política senatorial o consular, como Cicerón en el fin de la época republicana y en plena convulsión por el poder, lo que le valió un rasurado de barba tan apurado que acabó con su vida a los 64 años, en las proximidades de Formia, (donde se conserva su pétreo mausoleo y una gran vía con su nombre, paralela al mar) el año 43 a. C., tras haber escrito el único tratado antiguo que se conoce sobre la senectud (‘De senectute’) dejando algunas obras ejemplares como las ‘Catilinarias’ y sentencias a la postre poco útiles, como la que asegura que la senectud digna se asienta serenamente sobre una vida previa honrada y laboriosa (ap. XVIII).

Don Francisco Goya Lucientes nació en Fuendetodos porque la casa paterna en Zaragoza precisaba reparaciones, para la familia y el taller de dorador de su padre, y la familia pasó dos años en la casa familiar materna. Fue primer pintor de la Corte y tenía un trato deferente y positivo con el rey Carlos IV, que únicamente se parecía al pintor por su casi compulsiva afición venatoria; la relación con la reina, cuya sola imagen ya resulta repelente, es otra cosa. El rey, tras una vida abundante en coyundas, lícitas por supuesto, y en cacerías, acabó muriendo traicionado por su hijo, a los 71 años (1819), no sin antes dejar recuerdo imborrable de miseria moral, cobardía e ineptitud. Y es que la senectud no es aval de sabiduría, ni bonhomía ni mérito: únicamente la etapa biológica final de la existencia humana no truncada.

La mesa de Carlos IV. Las comidas reales se hacían ordinariamente en habitaciones separadas, reuniéndose la familia en ocasiones señaladas o con motivo de banquetes de protocolo. Se han recogido los nombres de al menos cinco cocineros reales, de los que dos (Francisco Valeta y Juan Martínez) servían exclusivamente a la reina y los infantes mayores, mientras que el rey tenía a su disposición al cocinero mayor Manuel Rodríguez, asistido por siete ayudas, diez mozos de oficio, seis galopines y cinco portadores y aposentadores.

La dieta real incluía diversos tipos de pan y algunos pescados como el salmón, la trucha, el lenguado, la anguila, el besugo, el mero y la merluza. El eje básico era la carne, especialmente de cuadrúpedos, pero también de volátiles. Se hacía gran consumo de huevos, tanto para la confección de algunos platos como elaborados de forma específica.

Respecto a otros elementos, se consumían pocas legumbres, predominantemente garbanzos, y diversos tipos de pasta, cuyo florecimiento, tras la introducción de algunas preparaciones traídas por la invasión árabe, se hizo popular por la reintroducción debida a la Corte de Carlos III (como ocurrió con el abanico ‘español’ y la mantilla ‘española’).

Se tomaban frutas, curiosamente no solo de temporada sino además siguiendo el consejo de los médicos, con criterios verosímilmente tardogalenistas. Las libaciones de diversos vinos eran abundantes y selectas (como atestigua la ‘barriga cervecera’ del augusto Borbón en sus retratos) y también se tomaba chocolate, café y té.

Lo más importante de la mesa real es que influyó decisivamente para que se conociese fuera de España nuestra cocina y productos clásicos (incluidos los chorizos de Candelario).

Es curioso un hábito del rey, que relata con precisión notarial, como acostumbra en sus escritos históricos novelados, Pérez Galdós, y que resulta difícil de entender. Dice don Benito en el capítulo XVI de ‘La Corte de Carlos IV’ que "El Rey (…) una vez que llena bien el buche, pide un vaso de agua helada como la misma nieve, coge un panecillo, le quita la corteza, empapa bien la miga en el agua y se la come después. Jamás come otro postre que ése". No era tan frugal con el resto de los yantares, claro.

Conocemos detalles de la mesa del pintor por la correspondencia (editada en Madrid por Istmo en 2003) que mantiene con su amigo Martín Zapater, prócer zaragozano y compañero del Colegio Calasancio, al que Goya llama confianzudamente "narigón de mierda", sin faltar a la verdad como se constata por algún retrato que se conserva.

Su hogar es de sencillez espartana. En una carta dirigida a su amigo Zapater (julio de 1780), dice que "para mi casa no necesito de muchos muebles, pues me parece, que con una estampa de Nª Sª del Pilar, una mesa, cinco sillas, una sartén, una bota, un tiple (guitarrico) y asador y candil, todo lo de mas es superfluo".

En cuanto a la pasión venatoria de Goya, hay muchos testimonios en el epistolario (cartas de 1781 a 1786), y probablemente aventaja a Carlos IV ("no ay mayor diversión en todo el mundo (la caza), no mas he salido una bez aquí, pero nadie ace mas que lo que yo hize, pues en 19 tiros 18 piezas, que fueron: 2 liebres, un conejo, 2 perdigones, 1 perdiz vieja y 10 codornices, esto fue en un dia, el tiro que erré fue a una codorniz…» -es patente que la explosiva audacia y excelencia de su pintura no resulta pareja a la perfección literaria de don Francisco-).

Respecto a los pequeños placeres de la comida y los dulces, exceptuada la caza seguramente aprovechada en la sencilla cocina, Goya agradece el envío de un pellejo de aceite del Bajo Aragón, que califica de "muy rico" (marzo de 1784). Y, aunque cazador consumado, no consigue suficientes ejemplares de tordos en los alrededores de Madrid, por lo que pide a su amigo Zapater que intente enviarle alguna "empanada de tordellunas", propias del tiempo de la plétora del fruto de las olivas (diciembre de 1782) y si es posible algún turrón zaragozano; asume que los turrones zaragozanos no son tan buenos como los de Madrid, pero los echa en falta porque le saben a infancia, a producto de la ciudad donde se crió (enero de 1787).

Y ya puestos a pedir, solicita a su amigo Martín algo de chocolate de Zaragoza, del que el pintor confiesa muy aficionado; a cambio, por el mensajero o transportista, manda a modo de sencillo y gustoso trueque unas rastras de chorizos castellanos (quizá como los que el tío Rico ofreció al rey para almorzar en una prolongada partida de caza). Está clara la escasa sofisticación y también el apego a las costumbres culinarias de su tierra de origen en don Francisco.

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