La cuenta, por favor

La factura de una comida es el momento de valorar si la cocina de la casa es notable y el servicio bueno.

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La factura es el momento solemne del banquete, el colofón glorioso o penoso, la puntilla que se le infringe, con crueldad morbosa, al hecho culinario. Cuando llega la factura en su bandejita de plata, y casi siempre en función de lo que se paga, sabemos si la comida ha resultado un éxito o un fracaso. Es el momento, con la dolorosa en la mano y la praxis de cuerpo presente, de hacer balance y de analizar la calidad de las viandas, cuando los comensales deciden, en amable conciliábulo, si la cocina de la casa es notable, discreta o maleja, si  el servicio es bueno o deficiente, si merece la pena volver. Los españoles solemos pelearnos con los amigos a la hora de pagar las cuentas menores y los extranjeros que nos visitan se quedan muy extrañados al vernos luchar con ferocidad delante del camarero con los billetes en la mano. Los forasteros no lo saben pero esa es la liturgia de la esplendidez, la puesta en escena de la hidalguía.  Hay muchas formas de pagar la factura y cada pagano tiene su estética: el grandilocuente, el humilde, el discreto, el botarate, el solemne, el chisgarabís, el que tira los billetes encima del mostrador y grita como un poseso: ¡Cóbrame, Manolo que esta noche pago yo!

En España se puede ser rico o pobre pero hay que saber pagar porque la tacañería implica el suicidio social del que incurre en esa desagradable actitud. La esplendidez, la generosidad, se demuestra a veces con detalles minúsculos, con desembolsos de menor cuantía, porque el invitar con elegancia, el llegar a tiempo, es una estética que hay que dominar en la vida para no pertenecer a ese colectivo marginal y poco lucido de los gorrones, de los comensales que se hacen los despistados y miran al techo cuando llega el camarero portando, como si fuera el Santo Grial, la inevitable factura. Muchas carreras profesionales se han ido al traste por no saber meterse la mano en el bolsillo, por no saber ejecutar con galanura y estilo ese ballet tan celtibérico de "está noche pago yo, Federico", o "esta ronda es mía, Marcelino". La tacañería es un halo desagradable, una halitosis del alma que produce rechazo y margina socialmente al que la padece. La esplendidez, la generosidad, deberá ser presentada con estilo y no será nunca apabullante o excesiva porque la ostentación puede convertir al  espléndido en ridículo o, lo que es mucho peor, una deficiente puesta en escena puede subvertir un gesto que tiene vocación de reverencia en una grosería imperdonable, en un insulto.

Relación calidad-precio

La factura y la actitud ante la cuenta nos permiten analizar al restaurante y al comensal. El precio segmenta las casas en las que se guisa de comer en categorías y el subrayado del éxito suele producirse en los establecimientos en los que existe una excelente relación precio-calidad que la clientela detecta con instinto y buen sentido. Los restaurantes elitistas no son caros en Aragón y la crisis galopante que padecemos les ha hecho –qué remedio– adoptarse a los tiempos que corren. El desajuste, la desazón del comensal, se produce en los establecimientos  en que las aspiraciones del restaurantista son excesivas, ilusorias y desproporcionadas y los precios desmesurados no están acordes con la calidad del servicio y la bondad de la cocina. En Zaragoza, como en todas las grandes ciudades, podría hacerse una guía del horror, una publicación del quiero y no puedo que advirtiese al incauto de los sitios de los que debe huir sin volver la cabeza.

Restauración nefasta

La restauración nefasta es el otro lado de la excelente culinaria aragonesa, su envés. Los malos restaurantes suelen tener una vida breve y casi ninguno, después de una agonía interminable, llega a los cinco años y hace la primera comunión. Viven de las víctimas propiciatorias, de los desinformados, de los masoquistas, de los que no saben-no contestan, de los que pasaban por allí, de los visitantes ocasionales, de los que no tienen paladar. Practican la puñalada trapera, el servicio hosco y malhumorado y, en ocasiones, maltratan por igual a la merluza del pincho que cae en sus manos que a la clientela que va a tener la desdicha de probarla. Inexplicablemente la incompetencia se agazapa en ocasiones en las guías y en las marcas de calidad, se enquista en las asociaciones profesionales y tiene buenas críticas en las publicaciones especializadas. Cuando le decimos al camarero: "La cuenta, por favor", se termina un acto y empieza otro. Detrás de la factura tiene lugar un juicio sumarísimo con sus dictámenes inapelables, con sus víctimas, con sus verdugos.

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