¡Que viene el cebiche!

Releyendo a Vargas Llosa, me encuentro entre sus páginas con esta receta enigmática.

Un cebiche de langostinos con sus patacones, servido en el restaurante Antonio.
Un cebiche de langostinos con sus patacones, servido en el restaurante Antonio.
Toni Galán/Heraldo

Ahora que releo las novelas de Vargas Llosa ‘El paraíso en la otra esquina’ y ‘Travesuras de la niña mala’ me encuentro otra vez en sus páginas, camuflado entre las pasiones de los personajes del peruano, con el cebiche, esa receta enigmática que hay que elaborar con pescado crudo cortado en trozos pequeños y adobar con un jugo de limón o naranja agria, cebollita picada, sal y con el misterioso ají, el pimiento primigenio de los taínos.

Me gusta Vargas Llosa y sus libros los administro como se administra un fármaco y debería guardarlos en el cajón en donde atesoro mi colección de ungüentos, pomadas, píldoras milagrosas, cápsulas curativas y pastillas de brillantes colores con la que supero, con poco éxito en la mayoría de las ocasiones, los pavores enfermizos de gastrónomo hipocondríaco al que a veces derriba la melancolía. Acudo a don Mario cuando la abulia me paraliza y presiento que ha llegado el tiempo de la lectura apasionada, la época de aparcar el recado de escribir y refugiarse en un texto amigo que te permita encontrar la salida del laberinto.

Referencias culinarias.Vargas Llosa, que es un enfermero con recursos, te cuenta siempre una historia que te subyuga y que está trufada con referencias culinarias de ese Perú críptico en el que confluyen, conviven y se mezclan las cocinas orientales, selváticas, españolas y africanas. Don Mario, con su prosa mestiza, imagina, para los dolientes que le escuchan, una historia masticable y alimenticia en donde las recetas peruanas –el cebiche es una de ellas- aparecen fugazmente dejando un reguero de nostalgia culinaria en un banquete que te admira por su arquitectura, que te impide abandonar el libro y te conduce a ese lugar de equilibrio emocional en el que puedes susurrar, al fin, un esperanzador y provisional: "Adiós, tristeza, adiós".

Realidades concretas

La cocina se nutre de realidades concretas pero también de disquisiciones sociológicas y de apariencias imaginarias. La cocina tiene mucho de literatura y de especulación gratuita y para saber lo que nos depara el futuro hay que acudir a los profetas cualificados, a las gentes que se aúpan  sobre sí mismos, se elevan a su cuadrado íntimo y ven, oteando las últimas vanguardias, más allá de sus narices; o sea, hay que consultar a los adelantados, a los vigías, a los esnobs. El esnob es un personaje insustituible en este mundillo de vahos sutiles y aromas misteriosos porque es un zahorí que detecta el vino en lugar del agua y admite y propaga las bondades de las últimas vanguardias. ¿Qué sería de la culinaria de nuestro tiempo sin los nuevos ricos, los esnobs y los que comen con el dinero de los demás? Sin ellos, sin esos seres que pueblan los restaurantes del mundo, la cocina se adocenaría, se volvería mostrenca y rutinaria y la evolución sería apenas perceptible. Las vanguardias culinarias se nutren de las apariencias, de las frivolidades volanderas y de los fuegos de artificio. Y los esnobs, hace unos años, señalaron al cebiche y a la cocina peruana como el último paraíso y detectaron en el mestizaje del país andino los sabores que nos seducen, que junto al umami, que vino de Oriente para acompañar al dulce, al ácido, al amargo y al salado, nos permiten a los plumillas gastronómicos lucirnos delante del personal. La cocina culta se mira en el tercer mundo y los ricos, ay, copian sin ningún recato el banquete de los pobres. En el Perú habitan japoneses y chinos, hijos de emigrantes que han olvidado la lengua de sus mayores y encuentran en la cocina que han aprendido de sus ascendientes y en la información deformada que les llega desde el otro lado del mundo, un espejo al que mirarse  para elaborar sus recetas. Su cocina es desesperada, trágica, hija de la frontera, compulsiva y desgarrada, sazonada con los jirones del hambre. Alientan en ella el hartazgo de los miserables y la elegancia de los que conocieron tiempos mejores, es una cocina de príncipes harapientos que cuando irrumpieron en las mesas europeas se lo llevaron todo por delante, derribaron la rutina y los discursos melifluos y no respetaron los convencionalismos. Han pasado diez años y lo recuerdo todavía.

Ahora, al leer a Vargas Llosa, a la pujanza de su prosa y a su cocina excesiva, toqué otra vez a rebato, eché las campanas al vuelo y, disfrazado de esnob, anuncié a la ciudadanía y con diez años de retraso, la llegada de la revolución de los indigentes, el desembarco en nuestras mesas de mantel de hilo de la cocina de los miserables y, como buen augur que ha perdido el norte, exclamé horrorizado: "¡Que viene el cebiche, que viene el cebiche!".

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