Liebre a la francesa

En plena temporada de caza, los productos de la tierra cobran especial protagonismo.

Rancho típico aragonés con liebre y setas de temporada.
Rancho típico aragonés con conejo de monte y setas de temporada.
Heraldo

Estamos en plena temporada de caza, que tantas satisfacciones ofrece a quienes sabemos apreciar las carnes de las piezas venatorias. Si hace unas semanas hablábamos aquí de la reina de la caza de pluma, hoy el turno será para la gran dama de la caza de pelo: la liebre.

Hay que reconocer que la liebre, fuera de los textos gastronómicos, es un animal con el que no ha sido generosa la literatura; los niños de mi generación sólo conocíamos dos liebres, una de ellas estúpida y la otra neurasténica.

La estúpida es, claro, la confiada y prepotente liebre que protagoniza la conocida fábula del griego Esopo en la que este sin duda veloz animal pierde su carrera con la tortuga por exceso de confianza. Las fábulas es lo que tienen: sacan las cosas de quicio por el bien de la moraleja correspondiente.

La neurasténica es la liebre de marzo del "Alicia en el país de las maravillas", de Lewis Carroll. Es la liebre que, junto al Sombrerero Loco, toma una taza de té tras otra (vive siempre a la hora del té) y no deja de celebrar los "no-cumpleaños" (unbirthday), porque de ellos hay 364 al año, mientras que cumpleaños no hay más que uno cada año.

La liebre es especialmente apreciada en Francia, donde su cocina alcanza alturas increíbles. Dos son las fórmulas que destacan sobre cualquier otra: el civet de liebre y la majestuosa lièvre à la Royale, mítica y complicada receta en la que las carnes de la protagonista deben acabar tan deshechas que sea posible comerlas sin más ayuda que una cucharilla. De plata, naturalmente.

El civet necesita una liebre joven, la llamada "liebre del año", que llegue a la cocina en perfectas condiciones, abatida de un certero disparo, ya que su sangre es ingrediente fundamental de la receta. El civet de liebre está tan arraigado en el acervo culinario galo que el dicho español que afirma que "para hacer una tortilla hay que romper los huevos" se transforma en "pour faire un civet il faut prendre un lièvre".

Alejandro Dumas, en su viaje por España, cuya vertiente gastronómica quedó reflejada en su "Diccionario de Cocina", publicado tras su muerte, se extraña de que los españoles no coman liebre, dada su abundancia y baratura: "nadie las come, bajo el pretexto de que escarban la tierra, evidentemente para desenterrar a los muertos". No sé lo que le dirían a Dumas; pero sí que conozco gente que se niega a comer liebre porque acusa al animal de ser carroñero; a otros les espanta su carne, de la que dicen que es negra...

No quedan ahí los "piropos": "los españoles tienen tan poco sentido de la cocina que cuando matan una liebre lo primero que hacen es desangrarla hasta la última gota; no saben, esos ignorantes, que la sangre de la liebre no se coagula a su muerte y sigue líquida, porque la liebre quiere ser cocinada con su sangre". Dumas nos da su propia receta para el civet de liebre.

La reproducimos, más que nada por su interés histórico. Si lo que quieren es hacerse en casa su propio civet de liebre, contando con la generosidad de un amigo de los de perro y escopeta, podrá acudir a un montón de recetarios: yo les recomendaría la fórmula que da Paul Bocuse en "La cocina del mercado"

Volvamos a Dumas. Dice así: "Desuelle y vacíe una liebre y córtela en trozos, cuidando de conservar la sangre en un lugar fresco (inciso: será mucho menos desagradable para usted confiar esta operación a alguien hecho a ella). Prepare un roux con harina y mantequilla, y dore en él unos dados de tocino; añada la liebre y, cuando esté caliente, mójela con mitad caldo, mitad vino tinto. Salpimiéntela y añada un diente de ajo, una cebolla con dos clavos de especia y un poco de nuez moscada. Cuando la liebre esté a media cocción, incorpore el hígado (debería haberlo reservado con la sangre).

Haga cocer a fuego vivo hasta que el líquido se reduzca tres cuartas partes. Será el momento de incorporar dos docenas de cebollitas que habrá glaseado en mantequilla y medio vaso de vino blanco hasta volverlas doradas; añada también champiñones y fondos de alcachofa cortados en mitades; al mismo tiempo, haga freír, en aceite de oliva, costroncitos de miga de pan.

Hecho todo esto, ligue la salsa con la sangre que tenía en reserva; coloque el civet en el plato, coronando con las cebollitas; salséelo, añada las setas, las alcachofas y el tocino, rodéelo con los croûtons de pan y sírvalo caliente".

Es una versión. Hoy nadie le pone alcachofas; sí nouilles como guarnición. Lo importante, ahora, es el vino para hacerle los honores a tan ilustre guiso, orgullo de la nunca bien ponderada cuisine du pays. Yo no dudo respecto a su procedencia: Borgoña. Tal vez un escogido Chambertin, un Pommard... Ustedes verán

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