El regreso al pan

Es un alimento si dobleces, de los más sincero. Sin embargo, es lo primero que te quitan cuando te ponen a régimen.

Distintos tipos de pan.
Distintos tipos de pan.

El gastrólogo regresa al pan con regularidad y desesperación y con ese talante de derrota con que Ulises volvía a Itaca; o sea, uno retorna al pan hecho unos zorros, envejecido, escéptico, desarbolado, tristón. Todos los regímenes adelgazantes pasan por la orden terminante de dejar el pan, por abandonarlo definitivamente, por decirle adiós para toda la vida. Esto es un drama, señores; esto es, sí, una gran tragedia culinaria. Como gastrólogo en ejercicio podría dejarlo casi todo para recuperar la línea y retornar a aquella elegancia británica que me caracterizaba; por la dichosa estética podría abandonar la interminable relación de exquisiteces que componen mi universo culinario, ese con el que especulo y trabajo y al que me refiero en mis filosofías de campanario. Puedo renunciar sin pesadumbre a la langosta cotidiana, al dichoso y sobrevalorado beluga, a las delicadas ostras de Arcade que alegran mi laboriosa senectud, al huevo frito con puntillas de la hora del ángelus, al champán frío de las ocho en punto de la tarde. Podría dejar, incluso, el oporto al que tanto quiero, el langostino atigrado que es para mí como un familiar, como un sobrino, y decirle adiós para siempre al atún de almadraba, al jerez, al mero y al inocente cordero lechal. Monacal, casi franciscano, puedo dejar las pompas y vanidades y los lujos de mi oficio y retirarme al Císter y cambiar mi chaqueta de Armani por un hábito de estameña y un cerdoso cilicio. Pero por más que lo intento y aunque me lo pidan a gritos mis lectores y lo exija la ciencia médica personificada en mi amigo el conocido galeno Francis Vega, públicamente declaro que periódicamente regreso al pan, que no puedo abandonarlo a su suerte, que no puedo vivir sin él.

Servidor es el último mohicano del pan, su fiel abanderado. Cuando se cae al suelo lo recojo con unción y lo beso con respeto reverencial, me como un currusquito, suspiro, y después lo acaricio, lo mimo y si no me mira nadie canturreo con aire de salmodia un bolerillo sentimental: "El pan, mi pan, tu pan ¿dónde estará nuestro pan, el del día de mañana? ¡Viva el pan!". ¿Por qué no se hacen torrijas en esta casa?, pregunto al servicio, horrorizado, cuando compruebo que el pan sobrante se tira a la basura. Dentro del pan, en sus entretelas, se esconden todas las metáforas, todos los símbolos, todas las ensoñaciones. El camarero no lo sabe pero cuando nos trae la cesta del pan y nos pregunta muy fino si preferimos la chapata al pan francés hacen acto de presencia en el comedor todos los panes que en el mundo han sido: el pan de los pobres, el pan de mis hijos, el pan perdido, el pan bendito y, sobre todo, el pan de la revolución; sí, sí, aparece aquel mendrugo de pan por el que María Antonieta perdió la cabeza cuando dijo aquella tontería que finiquitó un régimen y se cargó una época, al musitar aquella frase infausta que la llevó al patíbulo, a la guillotina del señor Robespierre: "Monsieur, ¿por qué grita esa gente? ¿Se ha terminado el pan?; qué más da, que coman bollos".

El pan sincero

El pan no tiene un lado perverso ni oscuro como el que tiene el vino, el pan nunca se sube a la cabeza, el pan siempre dice la verdad porque es inocente y no tiene doblez. El pan es, con el aceite y el vino, con los higos y la miel, el intríngulis de la vida, todo lo que necesita el ser humano para ser feliz. Hay héroes del pan y santos que, cuando suben a los altares, el Papa de Roma dice de ellos que eran buenos de verdad, que eran gentes generosas, personas de confianza. El Papa argentino, parece que lo estoy viendo, le dice a su secretaria cuando manda un santo nuevo a las alturas: "Sor Pascualina, este santo que acabamos de inscribir era bueno de verdad, una gran persona, lo conocí de joven y no tenía nada suyo, era generoso y discreto; era, incluso, más bueno que el pan".

Regreso al pan a mi pesar y siempre lo hago sin alegría y con la frente marchita, derrotado, sin voluntad, silbando una milonga arrabalera. El pan me espera, me acoge y me perdona. Soy un gordo que no tiene remedio. Mi drama, ¿sabe usted?, es que soy un falso gastrónomo, un erudito de guardarropía, un hipócrita. La tragedia de mi vida es que soy un señor muy ordinario que ama los bocadillos de caballa y se atiborra de tostadas a la hora del desayuno. Mi drama, como el del tango, es que soy un panero sentimental.

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