Míster Parker, un gurú de los vinos

Aquí, en España, no tenemos gurús como el todopoderoso Parker, por cuya prestigiosa nariz debe pasar todo vino que quiera ser algo en el complicado mercado. Pero su visión del vino es muy poco literaria.

Míster Parker, el gurú americano de los vinos, sólo bebe cerveza cuando sale con los amigos. Mister Parker es un dictador del libre mercado, un hombre de prestigio en el mundillo vitivinícola, un árbitro de la elegancia del buen beber, un dandi incapaz de emborracharse con el vino que vende Asunción, porque el caldo de la conocida tabernera, ese que la buena mujer echa al porrón, le desconcierta, le despista, pues es un vino raro, sin denominación de origen, espurio, de pitarra, que no es blanco ni es tinto ni tiene color.


Míster Parker empieza su jornada a las nueve de la mañana: Llega a su oficina, cierra la puerta, se quita la chaqueta, llama a su secretaria y le dice: "Mariflor, darling, que me traigan los vinos de hoy". Y unos fornidos mozos ponen sobre su enorme mesa de despacho medio centenar de botellas de vino procedentes de todos los países y nuestro hombre se prepara: se quita la dentadura postiza, hace gárgaras con agua de Vichy, pide el recado de escribir, se concentra y ataca decidido el primer caldo.


Durante ocho horas el gurú observa, olisquea, prueba, escupe, anota, reflexiona, se rasca el cogote, se queda absorto y califica. A cada vino le pone una nota que va del 0 pelotero al glorioso 9,9. Míster Parker, que no es de piedra, se emociona a veces y exclama: ¡ah!, entusiasmado y feliz, y en ocasiones un tinto famoso le decepciona y le hace murmurar enfurruñado un: ¡oh, qué lastima!, que pone los pelos de punta.


Al anochecer, cuando el caballero se va a tomar cervezas con los amigos, hay encima de la mesa tres docenas de tarjetas con los juicios del día, con los dictámenes de la jornada. Lo que pone en esas tarjetitas cambia mercados, estrategias, políticas comerciales, planes de publicidad. Hay bodegueros que palmotean como niños si a uno de sus caldos el americano impasible le pone un 9,3 y desdichados elaboradores que se mesan los cabellos y lloran sin consuelo si les califica con un infamante 4,6.


Míster Parker no es un ser pretencioso ni un esnob, es un técnico con una nariz de oro que trabaja con el vino de sol a sol como el albañil trabaja con el ladrillo. Es, para el americano medio, un profesional fiable, un amigo al que hay que consultar cuando se le necesita, en el que se delega la opinión, en el que se cree a pies juntillas y por el que se pone la mano en el fuego. Nadie vende vinos en América sin pasar antes por el tamiz de míster Parker. Y lo curioso, tal vez lo pavoroso, es que en treinta años de oficio el gurú ha cambiado de gusto, se ha hecho mayor, más caprichoso, está lleno de rarezas, sus papilas le han llevado a lugares recónditos que no existen, a sublimes estancias teóricas y en lugar de evolucionar con el mercado como todo quisque, el mercado ha evolucionado para seducir y darle gusto a míster Parker. Qué espanto.


En España, como el vino forma parte de nuestro entorno cultural, no seguimos de forma fanática la opinión de ninguna nariz de oro. Aquí hay varios gurús, sí, pero no tenemos un caudillo que nos guíe. Somos libres en un mercado plural y se entiende de vinos de una forma plácida, sin alharacas ni exageraciones –no me atrevo a decir que todos llevamos un enólogo dentro– y en cada época histórica hemos bebido, qué remedio, el mejor vino que tuvimos a nuestro alcance.


Aquí pasa el vino por el mundo de las emociones, de los sentimientos, de las pasiones; se tiene un buen beber o un mal vino y un sorbo, sólo un sorbo, nos trae el adiós de un amigo, la cara de una mujer, la crónica de un fracaso. En España se bebe porque nos gusta beber, para cerrar un trato, para encantar o dejarse seducir, para huir de la melancolía, para matar el tiempo y sólo los de la mesa del fondo, aquellos señores tan tristes, los del tango, beben para olvidar.


Los españoles tenemos una relación familiar con el vino; es, para nosotros, algo así como un cuñado que en ocasiones se pone algo pesado y al que hay que llevar a casa a trompicones. Míster Parker va al tajo cada mañana, acude a su despacho lúcido y sereno y mira el vino como el entomólogo observa al insecto por el microscopio; hay un distanciamiento, una objetividad que lo aleja del universo literario, del mundo de las pasiones. Nadie recuerda que míster Parker haya perdido los papeles o cantado al amanecer un desgarrador: ¡Viva el vino y las mujeres!


Quiero terminar hoy levantando mi copa con mi vecino de página, con el sabio y bondadoso Juan Barbacil, al que conozco y admiro hace unos cuantos años. Lo hago con un vino albariño de la mejor factura. Va por ti amigo Barbacil. Por favor, amigo mío, no cambies nunca. Un gran abrazo.


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