Las borrajas silvestres, olvidadas

Esta verdura alimenta, cuida la salud y da fama a nuestras cocinas, pero tiene hermanas menores.

La auténtica borago officinalis silvestre, en unos parajes del nacimiento del río Ebro
Las borrajas silvestres, olvidadas
F. Abad

Las borrajas forman parte de la familia Boragináceae, que comprende cerca de una veintena de géneros y unas 2.000 especies; el azul-añil es dominante en las flores de variedades comestibles, aunque se dan otros en la familia. Dentro de las variedades de borrajas, nos encontramos con los distintos tipos de borraja cultivada –borago officinalis– y las silvestres buglosa –Anchusa azurea–, viborera –Echium vulgare– y anchusa –Anchussa arvensis–.


Conocemos bien la borraja, cuyas semillas tienen elevada frangencia, desprendiéndose sin previo aviso y apresuradamente, lo que hace que podamos gozar a veces de unas pequeñas plantas cimarronas, que han crecido en el margen de un huerto, dando una exquisita cosecha al paseante. El apellido botánico ‘officinalis’ alude a la utilidad terapéutica de la planta, de modo que en algunas zonas se emplea exclusivamente con tal propósito.


La buglosa también tiene en algunas de sus variedades el apellido officinalis, lo que ya queda explicado. Es una planta característica, una de esas que reconocíamos de chicos, cuando arrancábamos las florecillas de vivo color azul para chupar el extremo unido al cáliz, obteniendo un poquito de néctar; de ahí viene su nombre vulgar de chupamieles. Las hojas, de oscuro verde, se disponen en un rosetón pegado al suelo, con gruesos pelos blanquecinos ásperos y peciolos cortos. La anchusa tiene porte alto y las hojas son algo rizadas, de consistencia ligeramente dura y cubiertas de pelitos que al hervir desaparecen.


Por fin, la viborera representa una hermana menor de la buglosa. Sus flores eran igualmente codiciadas por la dulzura en la infancia y sus hojas se alzan tímidamente, agrupadas y tiernas, de color verde levemente grisáceo, con abundantes pelillos de consistencia más suave que los de la borraja común.


Pero aún nos queda por recordar otra borraja silvestre: la auténtica, la borago officinalis realmente salvaje, no la cimarrona que crece en los alrededores de los huertos por la siembra de sus volátiles semillas. Se conocen borrajas silvestres ‘borrago’ en muchos lugares de Lérida y en zonas del norte de España. Yo mismo he tenido la agradable sorpresa de encontrarme abundantes ejemplares en el valle de Bárcena, en Santander. Pero fue una gran alegría ver muchísimas plantitas de borraja silvestre en la concavidad que rodea el nacimiento del padre Ebro, en la cántabra Fontibre; allí, pequeñas matas de la verdura tachonan una ladera escarpada que desciende hasta llegar a los pies de la Virgen del Pilar, plantada al lado del escueto nacimiento del río que da nombre a nuestra tierra, Hiberus, el río de la península Ibérica.

Medicinales

El empleo terapéutico de las borrajas, cultivadas o silvestres, es idéntico. Todas contienen taninos, saponinas y mucílagos, de efecto emoliente, digestivo y tónico, un poco de ácido salicílico, de efecto emoliente y antiinflamatorio, abundantes minerales, activos como diuréticos y restauradores de energía física, y grasas insaturadas localizadas en la semilla, cuyo empleo en trastornos por exceso de colesterol y triglicéridos y en procesos degenerativos y dermatológicos, pasa necesariamente por el proceso industrial.


La utilidad terapéutica más tradicional de las borrajas es su actividad sudorífica, a lo que aludiría según algunos su nombre, borraja, derivado del árabe abu-rach, ‘padre de la sudoración’. Para el tratamiento de estados gripales o virales en general, en los que la propia fiebre y sudoración profusa tienen cierta acción antiviral, se emplea la decocción prolongada de hojas tiernas en agua sin sal, que se toma en buena cantidad.


Algunos de los principios activos de las borrajas las hacen útiles para mejorar estados físicos de astenia o decaimiento, especialmente los propios de la convalecencia; la acción del vegetal sería tónica, mejorando la actividad suprarrenal y aportando clorofila, favorecedora de la formación de hemoglobina En ese campo, es conocido el vino cordial, elaborado por maceración de 50 gramos de flores secas en 1 litro de vino blanco durante un mes.


Por fin, no debe desdeñarse la acción reguladora de la función intestinal, propia de casi todas las verduras, pero que se enriquece con los efectos tónicos y emolientes antes mencionados, por lo que la borraja sería un alimento de gran ayuda en personas de edad avanzada, cuya movilidad está naturalmente restringida y cuyo tono vital suele estar deprimido.


Las humildes borrajas silvestres, buglosa, anchusa y viborera, que ahora tienen valor gastronómico casi exclusivamente para curiosos de lo tradicional o naturistas con poco apetito y mucho tiempo libre para recolectar, ya no se emplean en la alimentación humana. Antaño, especialmente en las largas jornadas de recolección de la mies, cuando el inexistente frigorífico era sustituido por el abasto de olivas curadas, patatas, una hogaza de conservación obligadamente prolongada, algo de conserva de cerdo y un conejo vivo, por si no había caza cerca, la comida cotidiana se enriquecía con vegetales recogidos cerca de la cabaña de quedada, aportando su imprescindible concurso al rancho comunitario.

Caldo consistente

Caracoles, algún pajarillo o incluso ranas, patatas –muchas–, agua, sal del canuto, un toque de romero o tomillo, ajos –que no falten– un atisbo de aceite y las hierbas. Según la época, es decir, de las labores y sus tiempos, las collejas y los cardillos daban el verde, la fibra y la suavidad. A veces eran las acelgas silvestres las que entraban en el condumio. Y muchas otras, más avanzado el calor, las borrajas silvestres. Si de viborera o anchusa se trataba, las hojas se cortaban directamente, dejándolas caer en el caldo hirviente, cuando los tropezones estaban en su punto y las patatas casi; si era buglosa, la cosa se hacía más complicada, porque resulta difícil domesticar los pelos duros de las hojas. En tal caso, con mucho cuidado, mediante navaja siempre afilada en planos cantos de piedra, se recortaban los pedúnculos de las hojas, dejando una especie de penquitas de tres o cuatro centímetros de longitud, que resultaban delicia al cocer durante poco tiempo.


Quienes hemos reelaborado el caldero así descrito, podemos asegurar que es una delicia absoluta, pero resulta ahora tan laborioso ir a recoger las plantas, que la degustación se reserva para el recuerdo anual, en la ilusión de que algo que ya murió, al menos es recordado. Sobre todo por quienes nunca lo hemos conocido directamente; ya cantaba el malogrado Antonio Flores: "No hay nada más bello que lo que nunca ha existido".

Verdura cultivada

El consuelo que las plantas aportan al organismo enfermo, con ser importante, es menos cotidiano e inmediato que el remedio del honesto apetito, y en ese campo, nuestras borrajas cumplen su pequeño papel con absoluta perfección. Las cultivadas, con sus hojas tiernas y aromáticas preparadas como envolturas fritas y especialmente crespillos, y sobre todo sus peciolos y tallos tiernos, dando una espléndida provisión de verdura suave, aromática, con remedos de aroma térreo y al tiempo marino, casando tan bien con un simple aceite de oliva, con unas féculas en moderada cantidad, como patatas o arroz, o enriquecidas en su conjunto por gambas, almejas, cigalas, pequeños fragmentos de casquería o lascas de pescado cecial.


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