Gastronomía

En verano, sardinas a la brasa

Ya presentábamos hace unas semanas en nuestra sección de producto de temporada las sardinas como uno de los alimentos más propicios de esta época veraniega. El gastrónomo Caius Apicius comparte esta apreciación y desgrana su sabiduría sobre este popular pescado.

La festividad de San Juan Bautista marca el comienzo de la temporada de sardinas
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ALMOZARA FOTOGRAFIA

Siempre he pensado que el catalán Josep Pla y los gallegos Julio Camba y Álvaro Cunqueiro son algunas de las máximas figuras de la literatura gastronómica; seguramente es así porque también lo fueron de la literatura sin apellido: grandes escritores, que, además, se ocuparon de asuntos gastronómicos.


Los tres dedican alabanzas a una joya de los mares: la sardina. Pla estima que es «el mejor pez comestible de todos»; Camba, que «una sardina, una sola, es todo el mar». Cunqueiro se limita a proclamar que «la sardina asada es uno de los grandes bocados de las meriendas de verano en la Galicia marinera».


Los tres son decididos partidarios de las sardinas a la brasa. Yo, también, salvo cuando ando por la costa granadina o malagueña, donde le doy más a los espetos. Pero últimamente encuentro que las sardinas usadas para espetar son demasiado pequeñas, sin apenas carnes, con muy poca grasa...


Me dicen que ahora gustan así. Error. La sardina para asar, sea en brasas directas o con parrilla, sea en espeto, ha de ser grande, carnosa, bien grasa... Las pequeñas (las que en Galicia llamamos ‘xoubas’ o parrochas) van bien para la plancha, para freír y para protagonizar una de las más deliciosas empanadas. No para ser asadas a la brasa: les falta enjundia.


Cunqueiro y Camba coinciden en la forma ideal de prepararlas: a la brasa, enteras, con todo, tripas y escamas incluidas; las escamas, dice Cunqueiro, protegen la piel de la sardina y no impiden comerla. Cunqueiro preconiza las brasas de sarmiento, mientras que Camba alude a las hechas con el carozo, que es el corazón de la mazorca de maíz.


Pla, igualmente partidario de hacerlas sobre brasas, recomienda que no hayan sido tocadas por la sal (los autores gallegos hablan de un mínimo de dos o tres horas en sal gorda) y sugiere, una vez asadas, rociarlas con el mejor aceite de oliva que se tenga a mano y añadir unas gotitas, una insinuación, de vinagre de vino, especifica. En mi humilde opinión, no mejoran la fórmula clásica.


Mi experiencia me dice que el ritual de asar sardinas requiere, además de una materia prima impecable, mucha atención: hay que estar muy atentos, para voltear cada sardina cuando le toca, y sacarlas del fuego cuando están listas. Me temo que esa necesidad de atención tiene algo que ver con que cada vez se hagan menos espetos en los chiringuitos playeros del sur de la Península: hay que dedicar a una persona (o sea: un salario) a esa función.


A la brasa, con hojas de parra

Hace años, en una taberna de Corcubión, me encantaron unas sardinas asadas al estilo (decía yo) de Adán y Eva: ocultando su brillante y plateada desnudez, en sendas hojas de parra; ya sé que el Génesis dice que Adán y Eva usaron hojas de higuera, pero siempre se había hablado de las de parra.


La cosa no tiene lances: se envuelve cada sardina en una hoja de parra y se lleva a las parrillas, o a las brasas sin más. La grasa que normalmente caería a las brasas y provocaría alguna llama que afectase a la sardina se queda en la hoja de parra, y al abrirla estalla en toda su belleza y su aroma la sardina, perfectamente asada.


¿Compañía? La básica: pan del país, y vino de idéntica procedencia: un chacolí en Santurce, un albariño en Sada o Cambados... Los cachelos son una buena guarnición, dejando a un lado la complicación de comer con la mano unas patatas recién cocidas, pero lo mejor es poner la sardina sobre el pan y, a mano, irla despojando de lo no comestible, revelando todos sus encantos, que son muchísimos.


Son condumio de taberna con patio, quizá bajo una parra, como en mi añorada Casa Obdulia del puerto coruñés de Sada, donde comí sardinas maravillosas, regadas con sangría, porque la taberna era un encanto, pero la carta de vinos era de lo más rudimentaria.


O en la calle, con ese binomio chacolí-sardinas con el que solíamos inaugurar, en el puerto Viejo (Portu Zaharra) de Gecho, el festival Cinegourland, este año engullido por la crisis y para mí ya siempre ligado a Bigas Luna...


¿Y en casa? Mejor háganlas de una manera que no deje un rastro aromático casi indeleble. Enciendan el horno. Pongan en una bandeja de horno, de hierro con revestimiento de porcelana, unas arenas de sal gorda. Encima, coloquen las sardinas, unas junto a otras, sin solaparlas. Un poco más de sal por encima. Y entre cuatro y seis minutos en el horno, dependiendo de la calidad de este y del tamaño de las sardinas.


Hombre, no es igual que comerlas junto al mar, viendo ponerse el sol, pero están muy ricas, naturalmente si el género es bueno. Y si, de todos modos, tienen ustedes la pituitaria muy sensible y les huele la cocina (y lo que no es la cocina) a sardinas, lo mejor, lo más efectivo, lo más agradable es hacer rápidamente un bizcocho. Ése sí que es 'olor de hogar'.



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