ANIVERSARIO

Don Antonio y la ciencia culinaria

Ayer se cumplieron cinco años de la desaparición de Antonio Beltrán Martínez, un sabio polifacético que dejó una legión de discípulos, a los que inculcó, entre otras enseñanzas e inquietudes, el amor por el estudio, la recuperación y la conservación de nuestro rico patrimonio gastronómico. Guillermo Fatás y Juan Barbacil, que le conocían bien, recuerdan su figura y su trayectoria a modo de homenaje.

Antonio Beltrán, en el despacho de su casa, un mes y medio antes de su muerte.
Don Antonio y la ciencia culinaria
JOSÉ MIGUEL MARCO

Antonio Beltrán, profesor toda su vida y colaborador de HERALDO durante buena parte de ella, murió el 29 de abril de 2006, con noventa años recién cumplidos. Había nacido en Sariñena el 6 de abril de 1916, hijo de monegrinos: María Martínez, de Sena, y Pío Beltrán, bujaralocino, su padre, mentor, amigo y confidente.


Hubo de explicar en la Universidad de Zaragoza, por muchos años, una asignatura burocráticamente vinculada a la Prehistoria: la Etnología, que hoy todo el mundo llama Antropología Cultural. Eso le obligó a interesarse por un asunto que llegaría a apasionarle: los quehaceres tradicionales de los seres humanos, en general, y de los aragoneses, en particular. La Etnología no trataba de amontonar curiosidades, sino de recoger hechos (no siempre aparentes) con método y aplicarles una sistemática para poder entenderlos como sistema, o como estructura, en relación con ellos mismos y con otros planos de la realidad. De ahí le vino lo que terminó por ser una dedicación intensa y amorosa al ‘folklore’, en el sentido académico del término, es decir, al conjunto de creencias y costumbres tradicionales entendidas como un todo orgánico. En el cual, por descontado, hay que integrar de forma señalada los hábitos alimentarios. Porque no son solamente una condición de supervivencia física, sino demostración de capacidad e inventiva, de aprovechamiento del medio natural, de las relaciones a distancia, ocasión de rituales familiares, de exhibición de riqueza, de servidumbre al poder humano y al divino, vía para inducción de novedades, repertorios lingüísticos y un sinfín de otras cosas.


Antonio Beltrán se las arreglaba para presentar esos ‘complejos’ de forma amena, comprensible y bien documentada, subrayando lo que era compartido y lo que era exclusivo, desvelando, en fin, lo que tan se oculta bajo la superficie de las cosas. Un ámbito que interesó a Beltrán, pero no como dedicación exclusiva ni prioritaria, aunque se hiciera notar. Por suerte, este quehacer suyo, del que externamente se conoció poco a poco la faceta divulgadora, se produjo a la par que otras personas, con puntos de vista diferentes, iniciaban una nueva consideración de la cocina aragonesa. Aludiré solamente a dos de los que nos dejaron, ambos periodistas de envergadura: José Vicente Lasierra y José Manuel Porquet, asimismo ligados a HERALDO. No es que la cocina aragonesa no hubiera recibido alguna atención (bastará mencionar a Teodoro Bardají para situar el caso). En lo que hizo de pionero Antonio Beltrán fue en el doble plano de la condición etnográfica de sus trabajos y en su variedad de modos para difundirlos: escritos, lecciones, conferencias y charlas, abundantísimas estas y adaptadas siempre al público que las iba a recibir.


Un hombre polifacético


Fueron los años de sentar cimiento. No solamente sobre cómo acarrear información con destino a recetarios, labor muy interesante, sino acerca del tratamiento integrado que esta clase de saber requiere para resultar sólido. Hoy el edificio se alza muy visible sobre el ras del suelo y, desde el punto de vista de la sistematización, que Antonio Beltrán merece de sobra el recuerdo que de él se guarda entre estudiosos de lo culinario. Su esfuerzo persistente y amigable –esa es otra: no era un agrio escudriñador de defectos– lo puso en condiciones de presentarnos, unidas a la de la cocina y el alimento, las demás facetas que presenta lo que, para abreviar, podemos llamar cultura tradicional aragonesa: el mito y el rito, la fiesta y el luto, las edades del año y las del hombre, la casa y el vestido, el trabajo y el ocio se entrecruzaban en sus exposiciones de sencilla apariencia para averiguar a qué respondía este dulce de santo, aquella manera de tratar la vianda o estotro adobo, sus variantes, sus nombres y su geografía. Ahora, cuando se cumplen cinco años de su partida, es un consuelo pasear la vista por los lomos de los libros que, con su firma, guardan el sustancioso menú que nos dejó dispuesto para siempre.