Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

¿La culpa es de los robots?

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Los robots forman parte del imaginario colectivo.
Krisis'19

Desde que Mary Shelley publicara ‘Frankenstein’ (1818), los robots han entrado en el imaginario colectivo. En los años treinta del pasado siglo, Keynes ya acuñó el término "desempleo tecnológico" cuando predijo que el desplazamiento de los trabajadores por las máquinas podría generar la semana laboral de 15 horas en los países más desarrollados. No ha sido así, pero los robots sí han pasado a ocupar el papel de rivales casi invencibles del ser humano en el mercado de trabajo.

El debate en torno a las consecuencias de la cuarta revolución industrial oscila entre los que argumentan que provocará una masiva pérdida de trabajos y los que opinan que, al contrario, producirá un aumento en la empleabilidad. Los primeros creen que la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías están transformando la economía global al empujar a millones de personas al desempleo, a labores monótonas o a tareas mal pagadas. Según un estudio de la Universidad de Oxford, un 47% de los trabajadores actuales tienen una elevada probabilidad de que su empleo se automatice en los próximos veinte años.

Los segundos, los defensores del relato basado en la utopía tecnológica, anuncian un mundo en el que los coches se conducirán solos y sin accidentes, llegaremos a vivir 120 años o más, la inteligencia artificial multiplicará nuestras capacidades de forma increíble, no tendremos que trabajar porque lo harán los robots y todos cobraremos una renta básica que nos permitirá vivir holgadamente. Ante las críticas, esgrimen que la mecanización agrícola también acabó con muchos empleos en el campo, pero creó muchos otros en las ciudades. Proclaman que todos los avances tecnológicos han generado nuevas profesiones y que no hay que caer en el derrotismo. Al fin y al cabo, señalan, quizás se estén exagerando las capacidades de los robots dado que ninguno es capaz de hacer una tarea tan sencilla como servir una taza de café en un bar porque no pueden funcionar en un entorno desestructurado y caótico como la vida diaria.

Lo llamativo de este debate es la extraordinaria falta de capacidad o voluntad de la élite global del siglo XXI para canalizar el cambio tecnológico hacia usos que beneficien a toda la sociedad. Se trata, además, de una cuestión que sobrepasa lo estrictamente económico porque la era de las máquinas inteligentes aumentará la desigualdad social a medida que el personal con menor cualificación reciba menos remuneración. Los gobiernos democráticos pueden perder incluso una herramienta básica de sus políticas públicas, la capacidad de crear empleo.

Lo cierto es que se ha impuesto cierto fatalismo, como si no se pudieran elegir formas de adaptar las tecnologías a las necesidades sociales. Pero este determinismo rampante es falso, como falso fue el argumento que Margaret Thatcher lanzó en 1984 con su famoso "There Is No Alternative" para intentar explicar la privatización de servicios públicos: "No hay alternativa". Sí que existen hoy otras posibilidades distintas a lo que se está haciendo. Por ejemplo, en vez de invertir en nuevas aplicaciones de teléfonos para adolescentes podría invertirse en el desarrollo de tecnología que permitiera a los ancianos quedarse en sus hogares y no acabar en la residencia. La ayuda a los ancianos es un buen modelo de cómo la iniciativa pública puede impulsar usos que beneficien a toda la sociedad.

Más allá de las clásicas recetas de flexibilización laboral, formación y autoempleo, la auténtica clave del debate sobre el futuro no es la tecnología sino la política. Lo dice el premio Nobel de economía Paul Krugman en un artículo publicado en ‘The New York Times’: "Los trabajadores estadounidenses pueden y deberían tener mejores condiciones de trabajo. Y en la medida en que no las están consiguiendo, la culpa no es de los robots, sino de nuestros dirigentes políticos".

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