REAL ZARAGOZA

Vuelve el gol

Era tarde en la que se ventilaban en La Romareda más asuntos que doblegar al Éibar. De tanto en tanto, a lo largo de una campaña, se dan partidos de esta naturaleza, en los que no sólo se refuerza o debilita el equipo, en este caso el Real Zaragoza, sino que también cobran mayor fuerza o se desactivan determinadas líneas argumentales según sea el resultado. Sobre la mesa de Marcelino se habían presentado distintas cuestiones en las últimas horas: varios informes de dudas sobre el futuro; incógnitas acerca del potencial de fuego y de la pegada del equipo después de tres jornadas sin vencer; curiosos rumores relativos a un hipotético regreso de Cani a las filas aragonesas; interesadas letras que relatan que a un futbolista del filial (que a Ander Herrera) lo pretenden la Premier League, el Real Madrid y el Athletic de Bilbao; y que Juan Eduardo Esnáider va a fichar por la Secretaría Técnica del club.


A todo ello atendía Marcelino, a pesar de haber allí, en ese saco, temas que se contestan por sí solos. El aspecto nuclear, indudablemente, era el equipo, que debía presentar ante la afición una respuesta futbolística contundente, seria, que aclarara un tanto el inmediato porvenir. No había espacio para otro comportamiento. En este sentido, el equipo cumplió con lo que debía. Se marchó del campo pleno en la conquista de su objetivo. El Zaragoza ha regresado a su espacio natural. Esta noche ha dormido en zona de ascenso. Las expectativas de un pronto y necesario regreso a Primera vuelven a reverdecer.


Mostró esta vez el camino Ewerthon, quien, con sus goles y compromiso, continúa evidenciando antiguos errores deportivos de fondo. El brasileño se presentó para abrir y romper la particular línea Maginot que levantó el equipo eibarrés delante de la portería de su portero, Zigor. En dos ocasiones supo cómo colarse con su velocidad por alguno de los resquicios que dejaron cinco hombres que no tenían más misión que convertirse en muralla, en parapeto, en estructura de contención y destrucción. Allí nunca murió el Zaragoza. A los tres minutos, Ewerthon ya había arruinado el propósito estratégico de Carlos Pouso, técnico del equipo vasco.


Entonces, cuando todavía se transitaba por los albores del partido, dio la sensación de que las claves del enfrentamiento se habían descifrado de modo correcto en la primera jugada y de que, en consecuencia, se iba a suceder en adelante un partido cómodo, tranquilo, desprovisto de apuros o sobresaltos. Apuntó por un momento la tarde al relajo del espíritu. Fue una impresión. Luego, en el mismo instante en el que Oliveira, solo, sin oposición, hizo estallar el cuero en la madera del poste de la portería de Zigor, quedó aniquilada tal sensación.


La trama cambió. El partido fue el mismo y, sin embargo, otro. Sucede una y mil veces en el fútbol. De repente se presenta un suceso fugaz, un lance, que gira por completo la marcha de los acontecimientos. Lo que era Norte se convierte en Sur, y lo que era Oeste en Este. El partido tomó el aspecto ofuscado y poco claro por el que pugnaba el Éibar, al que en su modestia, como es natural, no le convenía bajo concepto alguno un combate en espacios abiertos, con líneas desplegadas, en el que la calidad individual toma mayor peso y significado. Del fútbol oscuro, rugoso, denso y falto de fluidez podía extraer algo en positivo. Apunto estuvo de conseguirlo Toquero, una isla en la vanguardia vasca, al filo del descanso. Obligó a López Vallejo a intervenir con elasticidad y reflejos, con intuición y mano firme. Su parada fue extraordinaria.


El tiempo de descanso vino bien al Zaragoza. En el paréntesis se desembarazó de la tela que había tejido el Éibar y que amenazaba con apretarle el cuerpo. Tras la vuelta al campo, amenazó Oliveira. Después de progresar en una notable jugada individual, falló donde él resulta más fiable: en el remate a puerta. Le salió un golpeo tan defectuoso como flojo. Vino a corregirlo su compatriota Ewerthon, que había cogido el hilo de la inspiración. Vio que Jorge López levantaba la vista en la banda para situar el balón en un punto en el que sólo él podía encontrarlo y a allí acudió. Remató como quien sabe que únicamente puede suceder una cosa en la cita.


Con la brecha abierta, al Éibar le quedaba morir con dignidad, como siempre hace, mirando al enemigo y al destino a los ojos. Ayala le dio el último golpe, en el saque de una falta escorada. El central argentino, que venía buscando su momento de gloria, se levantó en el aire para rematar con la cabeza. Todo quedó escrito. Ni siquiera con el lanzamiento de un penalti se abrió la puerta del Zaragoza.