ALBERTO ZAPATER

Un ejeano en la cuna de Cristóbal Colón

Zapater reparte su tiempo entre el descanso en su piso frente al Mediterráneo y el extenuante trabajo en la peculiar Ciudad Deportiva Gianluca Signorini

La vida transcurre a otro ritmo en Génova. Pese a estar enclavada en el próspero norte de la 'bota' italiana, el tiempo parece haberse detenido a mediados del siglo pasado. O mucho antes. Nada que ver con sus primas norteñas Milán o Turín. Ciudad construida en pendiente, luce orgullosa los majestuosos edificios y monumentos levantados en su época de esplendor, cuando irrumpió como una potencia de ultramar. Vestigios de una decadencia prolongada. Unas arrugas que no disimula y que muestra con donaire. Muros y paredes están plagados de carteles con lemas anarquistas y pintadas con loas al Che. En esto también es diferente. Por algo su alcaldesa es una histórica del comunismo italiano. Berlusconi no es bienvenido aquí.

 

Un territorio amigo para el fútbol aragonés, la casa que ha acogido a dos de sus futbolistas más sobresalientes: Víctor Muñoz y Alberto Zapater. Sus caminos se cruzaron para la eternidad cuando el primero le abrió la puerta de Primera al ejeano con 18 añitos. Una puerta que derribó a golpe de sudor, carácter y compromiso.

 

En Génova, concretamente en la Sampdoria, halló Víctor su terminal ración de gloria entre 1988 y 1990. Su veteranía alimentó dos campañas de ensueño, levantando la Copa de Italia y la Recopa de Europa. A su partida, ya estaba cocinada la escuadra que con Pagliuca, Mancini y Vialli atrapó un Scudetto y cedió una Copa de Europa al Barcelona en Wembley.

 

El destino y sus caprichos han llevado a su 'hijo futbolístico' al mismo punto. Eso sí, al archirrival de la 'Samp', el Genoa Cricket & Football Club. Una enemistad exacerbada: "Cuando salía a pasear por Zaragoza iba mucho más tranquilo que en Génova. Aquí te paran por la calle y te gritan de todo con mucha fuerza. Los tifosi del Genoa me dicen: 'Grande Zapater'. Y los de la Samp, mejor no comentarlo. La gente es muy pasional con el fútbol. Suerte que hemos comenzado bien la temporada porque me han contado que si perdemos muchos partidos, los aficionados se presentan en el campo de entrenamiento para quejarse", explica Zapater mientras mima sus botas de estreno.

 

En su agenda mental asoma una fecha clave: 29 de noviembre. Tambores de guerra en el Luigi Ferraris, Genoa-Sampdoria. "Eso va a ser tremendo. En el estadio que compartimos se crea un ambiente brutal. Las gradas parecen caerse encima de los jugadores. No quiero perdérmelo por nada del mundo. Además, los dos equipos estamos en la zona alta de la tabla", expone con ardor.

 

El Zapater que comparece en Génova dista miles de kilómetros del tipo callado y tensionado de su última etapa en Zaragoza. Está triturando un caparazón que adoraba pero que le asfixiaba. Realiza descubrimientos a diario, se pelea con un idioma italiano que comprende pero que ansía pulir y perfeccionar ("Al principio hacían gracia mis errores pero ahora me dicen que soy un poco tontito, que me ponga las pilas"). Está radiante, relajado; deseoso de contar absolutamente todo, desde el piso frente al mar que ha alquilado hasta las visitas que recibe, pasando por las bondades turísticas de la ciudad o el trabajo táctico de los equipos italianos. Absorbe información y conocimientos a borbotones.

 

Su tiempo está consagrado al fútbol y al descanso. Ayer mismo acometió una doble sesión, la primera a las 10.30 y la segunda a las 15.00. De ahí que la Ciudad Deportiva Giuseppe Signorini (bautizada por el mítico capitán genovés que murió en 2002 a los 42 años) sea su segundo hogar. Son unas instalaciones peculiares, desfasadas. Situada en las afueras de la ciudad y circunvalada por carreteras por las que no paran de transitar camiones, cuenta con un único campo reglamentario. Las vetustas gradas están trufadas de esculturas romanas. A unos pocos metros, las oficinas de la entidad en un palacete del Novecento, con paredes y techos repletos de frescos. "Es todo muy raro, pero hay muy poco terreno libre en la ciudad. Los pisos, por ejemplo, son carísimos", apunta.

 

Una entidad gobernada por el empresario juguetero Enrico Preziosi, todo un personaje. "Es curioso porque de pequeño tuve juguetes de su empresa. Ya ha venido a vernos seis o siete veces y nos transmite mucha calma", apostilla.