REAL ZARAGOZA

Regreso al pasado

Sin fútbol ni ideas claras, el Real Zaragoza cae en La Romareda ante el Sporting de Gijón (1-3). La fea forma del partido recordó un tiempo que se creía superado.

Leo Ponzio intenta superar a Matabuena en una de sus incorporaciones al ataque
Regreso al pasado
TONI GALÁN/A PHOTO AGENCY

Partidos de esta textura se le habían visto anteriormente al Real Zaragoza, con antelación a la revolución operada durante el mercado de invierno. Por eso, de alguna manera, el conjunto aragonés vino a parecerse ayer a una antigua versión de sí mismo. Fue como si le hubiere llamado el pasado y esa llamada hubiese sido atendida, en lugar de haberla despejado sin contemplación alguna. El equipo de José Aurelio Gay no fue nadie ante el Sporting de Gijón, según no había sido nadie en otras fases del campeonato. Le faltaron muchos recursos para hacerse acreedor del triunfo, tantos que se levantaron fantasmas que se creían por completo desaparecidos del entorno zaragocista.


La afición de La Romareda se retiró del estadio metida en una mezcolanza de sensaciones, entre resignada y molesta, a la espera de que ésta sea una situación pasajera. Simplemente, ganó el mejor, como sucede las más de las veces. Mate Bilic, un ex zaragocista, abrió el camino del triunfo al rival cuando la primera parte se encaminaba hacia la conclusión. Su tanto fue el reflejo de lo que estaba sucediendo en el campo a la vista de cualquiera, del entendido y del profano: un claro dominio del Sporting de Gijón en buena parte de las facetas del juego. En realidad, en todo.

En esta ocasión, Suazo, Colunga y Contini no pudieron animar otra tendencia. Se perdieron en el laberinto. Tampoco Edmilson fue capaz de insuflar nuevas energías desde el puesto de mando. El campo se le hizo grande y propio motor se le quedó pequeño, bajo de potencia y revoluciones. Alguna pincelada suelta hizo recordar que estábamos ante un campeón del mundo. Pero no pasó de allí su intento de gobierno sobre el partido. El juego del centro del campo, donde un principio clásico del fútbol dice que se crea y se destruye, se hizo plano, previsible, insuficiente a todas luces.


Ayer, el balón se convirtió en un objeto incómodo, en algo molesto en los pies, con lo que no se sabía bien qué hacer. Para Babic, por ejemplo, adquirió la categoría de problema. Para Leo Ponzio, casi. El argentino siempre acertó y se equivocó en cada lance, como si estuviera en un juego de sumatorio cero. A Gabi, por su parte, se le nubló la vista siempre que avanzó con cierto peligro. Eliseu, desenvolviéndose con pierna cambiada o no, se negó a sí mismo. Arriba, sucedió algo similar. Suazo jugó la pelota de espaldas en numerosas ocasiones y las coloridas botas de Lafita se enredaron con ella con demasiada asiduidad. Así, en fútbol, es metafísicamente imposible hacer algo medianamente digno. Cualquier posibilidad queda aniquilada de raíz. Un futbolista sin un adecuado manejo del balón es un torero al otro lado del telón de acero. No hay nada de qué hablar con posterioridad. Queda inutilizado de principio cualquier planteamiento colectivo.


Gay y Nayim, que jugaron en un equipo que miraba al balón como a un aliado, y no como a un cuerpo sospechoso, entendieron enseguida el problema de fondo al que se enfrentaban. Como solución posible apostaron por introducir a Jorge López en el centro del campo, en lugar de Babic. Sin embargo, su pretensión no pasó de una declaración de buenas intenciones. Jorge López no pudo corregir los errores estructurales que se derivaban de debilidades puramente individuales en exceso extendidas. Además, hubo en el campo en la segunda mitad quien no comprendió nada, caso del inglés Pennant. Justo cuando se demandaba temple y poso, paciencia y elaboración, se desbocó por su banda y comenzó a lanzar balones al área sin que estos pudieran tomar sentido.


Fruto de la presencia de vectores opuestos en el interior del equipo, el Zaragoza no se enmendó. Al revés. Quedó expuesto a las salidas a la contra del Sporting, bien concebidas por sus defensas y centrocampistas. Su primer pase fue de libro. En una de esas proyecciones, Morán encontró la puerta de Carrizo. Llegó por su banda sin defensas ni adversidades que librar y cuando Carrizo debió ser el cerrojo definitivo a un disparo cruzado y de escaso ángulo, el guardameta argentino respondió con una intervención atípica. Morán marcó el segundo gol asturiano y el guardameta quedó definitivamente señalado por la hinchada local, cansada de ver en la portería yerros impensables. El debate sobre la portería ha quedado establecido por la pura fuerza de los hechos.


En el tramo final, Arizmendi acortó distancias en una jugada embarullada. Nada le costó a Barral llevar las cosas a donde estaban, a una cómoda ventaja de dos goles en La Romareda. Una sensación de hundimiento colectivo impregnó el estadio.


Es imposible formular alegaciones bien fundamentadas ante la victoria sportinguista. Resultó limpia, nítida, acorde con el argumentario expuesto por cada cual a lo largo del encuentro. El árbitro no influyó en el resultado y el azar no jugó con los contendientes. Cada uno tuvo lo suyo, en razón de los méritos contraídos. Incluso cabe afirmar que el Sporting pudo marcar algún tanto más. Sólo los errores en la definición le privaron de una gloria mayor. En La Romareda se comportó con un conjunto hecho, con un adecuado sentido de sus propias virtudes y de las debilidades del rival.


Manolo Preciado, entrenador del Sporting, un viejo zorro del fútbol, desnudó por completo al conjunto aragonés. La partida se la ganó en todos los frentes posibles: en los aspectos tácticos, en los estratégicos y en la conducción de los acontecimientos desde el banquillo. En Gay, un novato en Primera, no encontró oposición digna de mención. Ubicó mejor las piezas sobre el terreno de juego y las dirigió con mayor acierto aún. Faltaron tantas cosas en el fútbol aragonés que de nuevo se dibuja un horizonte de zozobra y temores. El problema no estuvo en el adversario, sino que se localizó en el seno interno. Si no se gana al Sporting en La Romareda...