Opinión

Soñar hasta el último segundo

El Real Zaragoza sigue vivo. No depende de sí mismo, únicamente, pero ha llegado a los dos últimos partidos con algunas posibilidades. Con bastantes, en realidad. Ha estado a lo largo de la temporada tantas veces moribundo, desahuciado, agonizante o colgado del abismo que hay que celebrar el estado actual casi como un triunfo. El eslogan “Sí se puede” es algo más que una frase feliz, un deseo o una coartada de quien solicita o se prepara para un milagro. Si en la temporada pasada el Real Zaragoza se salvó ‘in extremis’, por un azar complejo que iba más allá del “por los pelos” habitual (y aquí también queremos decir que el conjunto hizo un último esfuerzo extenuante, acaso sobrehumano), ahora puede ocurrir lo mismo.


Javier Aguirre fue uno de los artífices de la salvación y en este ejercicio ha sido uno de los responsables del fiasco. Llegó Manolo Jiménez, un tipo duro y honesto, entusiasta, bregador, con una convicción a prueba de bombas y de pesimismo, y ahí está el resultado de su tarea: el equipo, con más afán que juego, con más fogosidad y tensión, o desesperación, que calidad, muriéndose día a día, minuto a minuto, en la búsqueda del gol y en la contención del ataque rival, se ha ganado el derecho a soñar un poco. Y esperemos que se sueñe hasta el final. Para que esto sucede hay que lograr otra victoria, otra más, ante el Racing y hay que cosechar otro triunfo o un empate (si se dieran las peores circunstancias para el Rayo) en Getafe.


El Zaragoza ha hecho un último tramo de Liga espléndido. No jugó bien, pero combatió con regularidad, con otros valores futbolísticos: determinación, arrojo, ilusión. Este equipo empieza en Roberto. Empieza y casi acaba en él: este arquero del prodigio solo convence en el Real Zaragoza. Aquí es uno de los mejores: profesional, sobrio y palomitero a la vez, concentrado, volador, con carácter, que va de asombro en sorpresa y de sorpresa en arrebato y estado de gracia. Y por ahí andan todos los demás: futbolistas de clase obrera pura, laboriosa, obstinada, que brega por su dignidad. Ahí están los zagueros, Lanzaró, Da Silva, Paredes o Zuculini, todo corazón, el inagotable Lafita, la firmeza y el trabajo incesante de Apoño, resucitado aquí en apenas tres meses, la clase de Hélder Postiga, el brillo súbito de Edu Oriol... Cito estos nombres, pero habría que citarlos a todos. Uno por uno, línea a línea, número a número. Jugadores modestos, jugadores que quieren ser contra viento y marea y contra su propia fatalidad, jugadores de brega, jugadores en construcción (bastantes de ellos) que quieren salvarse, que quieren dejar al equipo donde debe estar.


Si el Real Zaragoza permanece en Primera División -y si sucede habrá que aplaudirle también a la afición (majestuosa este año, de nuevo: cómplice y entregada hasta el desgarro)-, será el momento de pensar qué se hace con este equipo, qué se hace con Agapito (o qué hace él, en solitario, desamparado por completo ya, con el equipo), cómo se podría regenerar a los blanquillos: una de las formaciones decisivas del fútbol español. Un equipo que jamás debería pasar apuros ni tenernos al borde del ataque de nervios o de un amenazante infarto.