Por
  • Alejandro Lucea

Aquella noche inolvidable

Real Zaragoza
Nayim, al lado de la Recopa.
Oliver Duch

Impresionante. Fue un año increíble, el mejor del zaragocismo y uno de los más interesantes de mi vida profesional. Tuve además la suerte de vivirlo desde esa magnífica plataforma que ofrece el Heraldo y que me permitió sentirlo desde dentro.

La fecha mágica fue el 10 de mayo de 1995. El escenario, el estadio del Parque de los Príncipes. La ciudad, París. Los protagonistas, el entonces vigente campeón de la Recopa, el Arsenal, y el que sería su sucesor, el Real Zaragoza.

Todo, sin embargo, comenzó mucho antes. Es cierto que un equipo, y tampoco aquél, no se construye en un año. El 4 de marzo de 1991 dimitió Ildo Maneiro al asumir que él no podía solucionar los males de un conjunto que parecía caminar hacia el descenso. José Angel Zalba, el presidente, hizo un apuesta arriesgada, que el tiempo demostró que fue acertada: un entrenador joven y sin experiencia, Víctor Fernández.

Se salvó la temporada con un final trepidante, la promoción ganada al Murcia.

Parecía poco premio, pero el encuentro de vuelta en una Romareda llena y volcada con su equipo mostró que algo había cambiado o, por decirlo de otra forma, que algo grande iba a nacer. El Zaragoza fue sexto en la Liga en el curso 91-92, noveno y subcampeón de Copa en el 92-93, para en un espléndido 93-94 ser tercero en el torneo de la regularidad y campeón de Copa, ganando una emocionante final al Celta.

Estaba todo preparado para llegar a la cima. Ya no era un conjunto modesto, sino una escuadra con ambición, que no se conformaba, que creía en el balón, que hacía un futbol vistoso, brillante, pero también eficaz. Estaba a punto para presentar su candidatura a ser un grande de Europa.

Llegó la gran temporada y fueron pasando las hojas, unas con más facilidad, otras con mayor sufrimiento: Gloria Bistrita, Tratan Presov, Feyernord y el Chelsea. Con este último se vivió una semifinal muy atractiva, terminada con un global de cuatro goles a tres, para acceder a la gran final.

Para mí fue apasionante participar y coordinar el despliegue informativo que hizo Heraldo. Era el momento en que nuestro Zaragoza se disponía a construir la hora más feliz de su historia, en el que iba a desmentir el destino de los equipos modestos, a brindar con la gloria.

En Aragón se vivía y se disfrutaba con el zaragocismo, diecisiete mil entusiastas seguidores viajaron a París para ser testigos presenciales de la hazaña. Fuimos un equipo de enviados especiales para cubrir informativamente el acontecimiento desde todos los ángulos. Viajé en el vuelo charter del Zaragoza en el que había un sentimiento de seguridad, de confianza en traer de regreso la Copa de campeones.

Y llegó el gran día. Ya estábamos en el estadio, me situé en la posición de comentarista del estadio, esperando que fuera una noche muy especial. Un primer tiempo interesante, igualado, en el que nada se decidió. Una segunda parte en la que subió la temperatura. Primero llegó el gol espectacular y olvidado de Esnáider. Después nos cortó la respiración el empate de Hartson.

Todo quedaba para la prórroga, pasaban los minutos, se acercaba el final y ya se pensaba en quienes serían los elegidos para lanzar los penalties decisivos. Entonces sucedió. Fue en el último suspiro de un partido en el que Nayim tenía reservado el papel esencial de aquella noche.

Recogió la pelota, vio la posición adelantada del guardameta rival y lanzó aquella parábola increíble que enmudeció al graderío, para enseguida estallar la alegría inmensa del zaragocismo mientras el balón penetraba en la puerta del Arsenal.

Fue la noche inolvidable que hoy, veinticinco años después, aún resuena con fuerza.

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