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La negación del fútbol: el método del Lugo

El Lugo planteó un partido en Zaragoza de cierre a rajatabla y de pérdida de todo aquello que se pudiera perder: tiempo, ritmo, pulso... Tuvo un aliado imprescindible, Areces Franco.

Lío entre jugadores, con la connivencia del árbitro, por la enésima pérdida de tiempo de un jugador del Lugo en la recta final del partido.
Lío entre jugadores, con la connivencia del árbitro, por la enésima pérdida de tiempo de un jugador del Lugo en la recta final del partido.
Toni Galán

Aseguró Eloy Jiménez, entrenador del Lugo, que no viajó a Zaragoza con la idea de sostener como fuera el cero a cero inicial, sino con el propósito de ganar en La Romareda e incluso de arrebatar el balón al equipo de Víctor Fernández, si esta empresa le era posible. 

En tan pocas palabras, no pueden caber mayores desajustes, o incluso discrepancias, con la realidad. No vamos a decir que Jiménez trate de engañarse a sí mismo; pero tampoco vamos a quedarnos con su relato como si tal cosa. Resulta imposible aceptar por las buenas su discurso. Simplemente, porque el tipo de partido que planteó le desmiente rotundamente. Fue él quien creó el entramado y el planteamiento de su escuadra, no el vecino de la escalera izquierda, ni el de la derecha, ni nadie que pasaba por allí. Tampoco les dijo a sus futbolistas aquello de: «salten al terreno de juego y jueguen como saben». No. Ideó un plan concreto y determinado, y, además, le salió a la perfección. Sus hombres no se desviaron en nada, ni un ápice, del destructivo guión preconcebido, letra de su puño y letra. Cumplieron a rajatabla. De modo escrupuloso. Cada cual se ajustó a su función, para componer una obra que declara nítidamente su manera de entender este partido.

Esto es: fútbol de cerrojo. Puro cerrojo. Ejemplo arquetípico. Levantó un muro. Una pared. Nada más. Tapó espacios. Secó a Dwamena y frenó la velocidad y potencia de Luis Suárez. Las líneas de pase de Kagawa las cerró. Tampoco se dejó descoser por los laterales. A Eguaras lo tuvo bajo control.

Éste fue su lema: secar, secar y secar. Defendió a toda costa, incluso renunciando en varias fases a estirarse. Por momentos, ni quiso saber dónde estaba la portería de Cristian Álvarez. Ésta la verdad esencial de su partido. No existe otra, por más que se negara a reconocerla, por algún tipo de pudor de entrenador o de vergüenza inconfesable.

Como complemento a su oferta, también aleccionó a sus futbolistas acerca de cómo jugar el otro fútbol. O sea, el que no se juega. Teatro. Simulaciones. Interrupciones. 

Las pérdidas de tiempo fueron de un descaro abrumador, al margen de ser consentidas por un árbitro que no es árbitro, sino esperpento del arbitraje. Sujeto, el asturiano Areces Franco, de aires altivos, provocador y situado a años luz de la discreción o de la mesura del juez. Bien podría ser personaje de Valle-Inclán. Manipuló el reglamento a su antojo, que no era otro que lesionar al Real Zaragoza, por un gusto (o mal gusto) que no es de ahora, sino que trae causa de atrás, por no sabemos qué razones. De sus mal trazados y sesgados arbitrajes ya sabíamos. Ayer incluso se miró, repeinado, al espejo en su deplorable arte. Faltó al respeto a varios futbolistas del Real Zaragoza y también a la afición entera de La Romareda, que casi tenía que agarrarse a las butacas para no clamar más allá de lo debido contra su proceder. 

La desviación de Areces Franco alcanzó el máximum cuando eligió no expulsar a Pita, defensa del Lugo, en una acción de libro: se iba Dwamena directo a portería, con el balón controlado, de modo frontal a la puerta contraria y Pita era el último defensor. Éste trabó por detrás al delantero del conjunto aragonés, sin ninguna intención ni opción de jugar el balón. Sin embargo, el referido Areces Franco entendió que la sanción aplicable a Pita era una simple amarilla, escándalo para el resto.

El Lugo, mientras tanto, se movía en su salsa, en la permitida y consentida por un aliado cuyas actas cuentan con el favor de la presunción de veracidad, que en este caso es ceguera máxima. Estaba el Lugo en el campo, en La Romareda; pero no quería jugar, sino llevarse a la alforja el punto del empate más despreciable y rácano. Se defendía y paraba el partido. Una vez, dos, tres.... incontables. El colegiado tampoco vio motivos para alargar ni un segundo la primera mitad. El descuento del segundo periodo resultó pírrico en relación al tiempo que se fue al limbo, a ninguna parte, porque el conjunto lucense se lo tragó entre comedias y teatros.

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