Cuando la vida de alguien está en juego, los errores ajenos son lo más dañino

Si el Real Zaragoza no superase al Numancia y perdiese el paso del ascenso a Primera, el árbitro Gorostegui pasaría a la lista negra de agravios históricos, como Urío o Segrelles.

Gorostegui, este miércoles en Soria tras amonestar a Papunashvili en la acción donde el georgiano fue objeto de un penalti no señalado por el árbitro vasco.
Gorostegui, este miércoles en Soria tras amonestar a Papunashvili en la acción donde el georgiano fue objeto de un penalti no señalado por el árbitro vasco.
José Miguel Marco

Aitor Gorostegui Fernández Ortega. Árbitro vasco, guipuzcoano de 35 años. Unas datas dicen que natural de Rentería, otras de San Sebastián. Está acabando su segunda temporada en Segunda División, a la que ascendió en verano de 2016 tras vivir una larguísima maduración con 11 años en Segunda B, a la que había llegado en 2005. Su presencia en la promoción de ascenso a Primera significa, según los criterios que rigen en el colectivo arbitral, que es uno de los que mejores calificaciones ha obtenido durante el curso y que, por ello, está en la órbita de poder dar el salto al grupo de élite si las cosas le salen bien y gusta a los informadores de su cuerpo profesional.

Este fue el árbitro este miércoles en el Numancia-Real Zaragoza, la ida de una de las semifinales de la fase promocional para ascender a Primera. Y ahí, en el minuto 40, cometió un gravísimo error de apreciación que perjudicó sobremanera a los aragoneses. Les escamoteó un penalti monumental, cristalino, del central numantino Carlos Gutiérrez sobre el mediapunta zaragocista Papunashvili. Una zancadilla, un contacto cuerpo con cuerpo que, ya en el campo e in situ, pareció indiscutible. Y que, después, viendo una, diez, cien veces las imágenes de televisión, demuestran hasta el enfado el error garrafal de Gorostegui que, quien sabe, podría pasar a la historia como decisivo en caso de que las cosas se le torcieran a los zaragocistas en la vuelta, tras el 1-1 final en Soria, este sábado próximo en La Romareda.

Porque Gorostegui lo vio al revés. Consideró que Papunashvili se tiró. Que quiso engañarle. Que fingió un derribo que no fue tal. Y, por ello, a quién castigó y amonestó fue al jugador zaragocista. Y, de rebote, salvó de la tarjeta amarilla a Carlos Gutiérrez, pues la penetración de Papu en el área soriana era prometedora de acción de gol, era vertical hacia el área pequeña y la tenía ya consumada cuando fue tirado al suelo por el zaguero local... que resulta que ya había visto una amarilla minutos antes por placar a Borja Iglesias en otra jugada de enorme peligro en el lateral del área grande. O sea, la expulsión de Gutiérrez no tuvo lugar a causa del marro tremendo de Gorostegui.

En resumen, esa acción debió acontecer así: penalti a favor del Zaragoza, roja a Carlos Gutiérrez y, por derivación, la certeza de que el Numancia tendría que haber jugado con un jugador menos más de medio partido 50 minutos largos (con los aumentos) y, si la pena máxima hubiese sido transformada -por Borja Iglesias, que la hubiera lanzado con seguridad-, con el Real Zaragoza yéndose al descanso probablemente con un 1-2 a su favor que habría cambiado el perfil y los derroteros del duelo de manera radical. Por supuesto, con unas ventajas a favor de los zaragocistas ganadas legítimamente por el discurrir del juego.

Gorostegui vio mal. Decidió mal. Apreció lo que no pasó. Y cometió una pifia descomunal que, visto el devenir del partido, influyó en el marcador final en perjuicio zaragocista. El 1-1 final debió ser mejor para los aragoneses, que ahora están a expensas del partido de vuelta este sábado para saber si siguen adelante en su pugna por subir a Primera o si los numantinos son capaces de llevarse el cruce en su rol de visitantes de La Romareda.

Si el Zaragoza cayese eliminado por esas cosas que tiene el fútbol, la figura de Gorostegui engrosaría la lista negra de agravios históricos hacia la línea de flotación del Real Zaragoza. Entraría en el elenco donde está su paisano Urío Velazquez o el más veterano aún Segrelles del Pilar, valenciano. Ambos reventaron en su día las opciones zaragocistas de ganar sendas Copas de España con arbitrajes notablemente perniciosos con el Zaragoza. Segrelles, en la Copa del Generalísimo (aún se llamaba así, fue la última) de 1976, donde el equipo de Los Zaraguayos cayó por 1-0 ante el Atlético de Madrid en el Bernabéu. Y Urío, en la Copa del Rey de 1993 en Mestalla (Valencia), en la que el Real Madrid ganó 2-0 a los aragoneses, árbitro mediante.

Porque el penalti a Papunashvili es un error de tamaño sideral. Aparatoso por su dimensión. Singular por lo difícil que es apreciar lo contrario de lo que sucede, por más que se quiera ayudar desde determinados juicios al golpe de vista arbitral aduciendo que Papu exagera mucho su caída. Si se aduce eso, también sería conveniente, en ese sentido del análisis, apostillar que los árbitros pueden estar cayendo en un exceso de celo con el georgiano del Real Zaragoza por tenerlo 'fichado' a causa de algún fingimiento durante la temporada, en jornadas pasadas de muy atrás (Granada, en Los Cármenes, es un ejemplo recordado). Esos sambenitos que a veces se cuelgan a futbolistas concretos que, a posteriori, les resultan muy difíciles o imposibles de quitarse de encima desde el prisma arbitral.

Si el Real Zaragoza sigue adelante el sábado y pasa a la final tras eliminar al Numancia, lo de Gorostegui quedará en un borrón puntual para el anecdotario futuro. Pero si no es así y el Zaragoza cae abatido por el camino, el error superlativo del árbitro guipuzcoano en Los Pajaritos adquirirá un tamaño gigantesco en las efemérides dañinas que abollaron el camino zaragocista en diferentes momentos de la historia. Ahora, cuando la SAD se está jugando la vida (el ascenso a Primera significa societariamente eso), este tipo de errores ajenos, de terceros, resultan dañinos, nefastos y se asimilan dificilmente. Algo tan sagrado como el pulso vital de alguien no puede estar al albur de un error de un juez de tan brutal peso.

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