Arritmias, colapsos y palidez en un equipo que no mezcla

Agné, pese a sus intentos y su inicio ilusionante tras relevar a Milla, no logra revivir al heterogéneo bloque que puebla el vestuario.

Raúl Agné en el Tenerife-Real Zaragoza.
Raúl Agné en el Tenerife-Real Zaragoza.
Tony Cuadrado/ACAN

Girona y Tenerife han puesto al Real Zaragoza de nuevo boca abajo en solo siete días. A Agné le ha sentado fatal el parón de 20 días por Navidad, cuando él tenía planeado todo lo contrario. El técnico aragonés pretendía que esas vacaciones de la competición ejercieran de mini pretemporada, que a él le diera tiempo de mejorar las cosas -bastantes- que todavía hacía mal su grupo de jugadores dado que en las ocho semanas previas, las que dirigió a bote pronto al Zaragoza cuando vino a sustituir al despedido Milla, solo había podido trabajar al trote, a veces al galope, sin poder dedicar el tiempo que le hubiese gustado a determinadas cuestiones tácticas, sobre todo las de índole defensiva.


Dos derrotas, ni un solo gol a favor, yerros gravísimos en la retaguardia, una imagen muy deteriorada respecto del nivel de juego colectivo, ausencia de carácter sobre el césped en los momentos donde se exige reacción, incapacidad en muchos futbolistas -la mayoría- para mostrarse como tipos con orgullo y talante de superación… Se trata de la reaparición de los peores síntomas del actual Real Zaragoza, aquellos que ya llevaron al referido Milla a un callejón sin salida desde el prisma técnico a finales de octubre, con solo una docena de jornadas disputadas.


Tenerife fue el lugar donde, también de forma reiterada, se manifestó el casi nulo fondo de armario de esta plantilla que, repleta de carencias y malas apuestas, montaron Juliá y Valentín en el verano último. Agné obró una revolución en el once inicial, mitad forzado por bajas irreparables, mitad porque él quiso. Y los que tuvieron la opción de reivindicarse para la titularidad volvieron a arrugar la instancia y a tirarla al cubo de la basura.


Que falten Cani (35 años) y José Enrique (para 32) y el equipo haga ‘crack’ es un peligro mayúsculo. El mismo peligro que se avisaba desde julio y agosto cuando se observaba que Cani y Zapater, los veteranos abanderados del nuevo vestuario, eran los mejores cada amistoso. Era una barbaridad. Venían de jugar poco (o nada), de periodos largos de lesiones importantes. José Enrique se sumó al poco al perfil de los dos aragoneses y también se hizo indispensable y capitán general en un equipo demasiado mediocre a su alrededor. Ese mal estaba en verano y sigue en invierno. Nada se ha mejorado porque, seguramente, nada se puede mejorar.


En todo caso, como le está pasando a Agné y antes le pasó a Milla, puede empeorarse. Jugadores como Lanzarote, el propio Zapater -en Tenerife echó en falta a sus colegas de Plana Mayor, ambos ausentes-, Cabrera, Juan Muñoz… están empezando a dar síntomas de apagón progresivo, por distintas causas, en el último mes y medio. Es decir, de los pocos que daban el nivel medio aceptable para competir medianamente en la Segunda División actual, varios están de caída. Es un problema morrocotudo porque, los que mal empezaron -el resto-, mal continúan. Nadie sale del segundo o tercer plano para gritar su titularidad y su personalidad como pieza importante en el equipo.


El Zaragoza ha concluido la primera vuelta con muy mala cara. Con una piel pálida que anuncia males importantes y, quizá, severos, si no se ve enseguida por dónde atajarlos y se atina con la medicina. La Segunda no se anda con bromas. Alguien se escudará en que, hace dos jornadas, se vivía en el lado opuesto de la horquilla, tras ganar al Oviedo y al Rayo en las vísperas navideñas y aspirando a meterse de lleno en la pelea por los puestos de ascenso. Y cierto es. Pero tan cierto como que Milla fue líder y colíder durante las cinco primeras jornadas y, de repente, el vestuario se le hundió bajo los pies y estuvo mes y medio ahogándose minuto a minuto, sin ganar, sin jugar, sin hallar explicaciones a su eclipse total.


Han reaparecido los comportamientos bipolares de un equipo heterogéneo que no tiene demasiados sitios por donde agarrarlo con cierta lógica, ni un punto de reparación evidente sobre la marcha. A Agné le está pasando lo mismo que a Milla. Arritmias de sensaciones, en virtud de los resultados puntuales, que concluyen siempre en un colapso total que asusta por su rapidez de consumación y sus efectos secundarios sobre los protagonistas. De repente, todo se para, deja de latir.


Esto, a mitad de enero, con el despiste que genera el mercado de fichajes en muchas piezas señaladas por sus malos pasos, es una bomba de gas pimienta de puertas adentro. Van a ser ya cinco meses de competición los transcurridos y el Real Zaragoza no es un equipo. No responde como un equipo. No funciona sobre el campo como un equipo. La amalgama de jugadores llegados por enésima vez en pelotón entre julio y septiembre no ha mezclado lo suficientemente bien como para esperar comportamientos colectivos de mejora y positividad a largo plazo. El techo de solvencia no debe quedar muy lejos de lo ya apreciado hasta hoy.


Este es el retrato robot de un Real Zaragoza plagado de taras. Metido de nuevo en el barrizal de la segunda mitad de la clasificación, con todo lo que eso supone a la hora de hacer cálculos y tomar medidas de distancia a modo de referencias náuticas. Y el calendario que aguarda no tiene cara de buen amigo. Así que, por su mala práxis -y nada más-, a los profesionales del equipo blanquillo les toca agarrarse porque vienen curvas. Y al resto, probablemente abrir el espectro de análisis y probabilidades por si la liga se pone farruca en lo sucesivo para el zaragocismo. Los números de la primera vuelta no auguran disfrute para la segunda parte de la competición. Al contrario.

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