En busca de la fiesta perdida

Los Osasuna-Real Zaragoza siempre fueron un día de disfrute vecinal hasta 1987. Tras 25 años de graves desencuentros, el camino hacia la paz se va allanando

Crónica de HERALDO DE ARAGÓN del partido Real Zaragoza-Osasuna en La Romareda en octubre de 1982. Ganaron los zaragocistas 4-0 en medio de una fiesta entre ambas aficiones.
Crónica de HERALDO DE ARAGÓN del partido Real Zaragoza-Osasuna en La Romareda en octubre de 1982. Ganaron los zaragocistas 4-0 en medio de una fiesta entre ambas aficiones.
Heraldo

El Club Atlético Osasuna volvió a Primera División en 1981 tras muchos años de extravío en Segunda e, incluso, en Tercera División en la década de los setenta del siglo XX. Con el Real Zaragoza en todo lo alto, aquellos primeros duelos modernos se vivieron con fraternidad, con emocionante rivalidad vecinal que recordaba los viejos tiempos del blanco y negro, de los trenes especiales de vapor cuando unos jugaban en el campo de San Juan y los otros en Torrero.


Fue una gozada poder asistir a aquellos inusuales mal llamados 'derbis' entre zaragocistas y navarros reeditados con el buen fútbol del Zaragoza de Beenhakker y el meritorio asentamiento en la élite del Osasuna de Alzate y, después, Zabalza.


Más de 3.000 zaragocistas hubo en El Sadar un miércoles de febrero de 1983, por la noche, en el partido de la nieve que ganaron los aragoneses 1-2. Daba igual la meteorología. Apetecía ir a merendar a la Estafeta, a San Nicolás, rojillos y blanquillos juntos, y luego ver el fútbol en paz y buen ambiente.


Casi 6.000 navarricos bajaron a La Romareda en octubre de 1982 para ver a su equipo por segunda vez en Primera ante el Zaragoza en campo aragonés (la campaña anterior, en el estreno, habían empatado 1-1). Era el domingo de fin de fiestas pilaristas y ese fin de semana fue un magnífico ejemplo de convivencia entre las gentes de Navarra y los anfitriones zaragozanos. La ciudad fue una mezcla de colores rojos y blancos ejemplar. Dio igual que el Zaragoza ganase 4-0. La fiesta, con charangas, comida y bebida compartida (entonces se podía entrar al campo botas de vino, fiambreras, termos y demás ajuares para el disfrute gastronómico) estaba en las gradas por encima de todo.





Todo esto, que se esperaba cada año con ilusión cuando se sorteaba el calendario liguero para organizar los viajes a un sitio y otro, se rompió en añicos en 1987. En el partido de La Romareda, en la segunda parte, al portero osasunista Roberto Santamaría le llovieron varios objetos desde el fondo norte después de un rifirrafe en el juego. Y una botella impactó en su cabeza. Todos ubican en este acto el inicio de una guerra entre los más radicales seguidores de ambos equipos que acabaría alcanzando grados extremos durante 25 años de ruptura generalizada de relaciones.


En Pamplona, los ultras hicieron de ese indicente un epicentro perenne de odio. Nadie, entonces, pensó que aquello se enquistaría tan nocivamente. Pero sucedió. Los partidos dejaron de ser fiestas para dejar imágenes más propias de cualquier batalla. Decenas de ruedas pinchadas y retrovisores arrancados alrededor de El Sadar en los coches con matrícula de Zaragoza. Unidades móviles de medios de comunicación volcadas y, en un caso, prendida fuego. Varios años, los tornillos, tuercas y bolas de acero llovieron desde el trigal próximo sobre la salida de vestuarios del Real Zaragoza, que debió esperar más de una hora dentro hasta que el terreno fue despejado. En la capital aragonesa, las trifulcas callejeras y peleas multitudinarias fueron algo común. Esas algaradas, con heridos, sangre y muchos disgustos enturbiaron jornadas de fútbol en las que unos pocos alteraron el orden de la mayoría.


Las batallas campales se trasladaron también a los amistosos de verano. Ambas directivas buscaban normalizar la relación, pero ni unos ni otros grupos violentos se dejaban. Peralta y Tafalla fueron testigos de espectáculos impropios de la razón. El lanzamiento de una pieza de acero al autocar del Zaragoza en el regreso de un partido liguero hace tres años, que pudo ocasionar un gravísimo e irreversible accidente de circulación del bus zaragocista, llevó la alarma a su más alta cota de ruido y preocupación.


Los insultos en Pamplona a la Virgen del Pilar, las alusiones al terrorismo, fueron siempre fácil arma hiriente hacia los escasos aragoneses que se acercaban a El Sadar por miedo y rechazo a tanto odio acumulado. En La Romareda, los cánticos contra Osasuna -incluso en partidos frente a otros rivales- se convirtieron en una rutina sin sentido. Las dotaciones policiales en uno y otro estadio, los controles policiales en carreteras, estaciones de tren y autopistas, año a año, han hecho de este partido un episodio feo, chusco, antideportivo. Áreas de servicio y restaurantes arrasados por el vandalismo, citas telefónicas para pelearse fuera de ruta... lo más bajo del ser humano en unos pocos relevó al ambiente festivo y de disfrute de muchos miles en tiempos pretéritos.


Desde hace tres años, las nuevas directivas, las nuevas federaciones de peñas de unos y otros quieren retomar la senda de la cordura. Ha habido actos de desagravio. Hermanamientos peñistas en El Sadar, con la visita a la iglesia de San Francisco Javier hace tres años. El año pasado, los nuevos máximos accionistas del Zaragoza, en su primera presencia en un Real Zaragoza-Osasuna en La Romareda, promovieron una visita ante la Virgen del Pilar junto a los directivos navarros que quiso simbolizar el inicio de una nueva era.


En la campaña anterior, ni en Zaragoza hubo líos, ni después en Pamplona se mentaron los agravios de tantos lustros anteriores. La voluntad existe y, con nuevos talantes en ambas ciudades, parece que paso a paso se puede ir recuperando el estatus de antes de aquel fatal 1987. El partido del domingo en El Sadar es un nuevo termómetro para comprobar si, el camino emprendido, prosigue en el rumbo correcto.


De momento, la afición zaragocista, la sana, la que vive su amor por el fútbol desde las peñas o disfrutando con este tipo de viajes de cercanías para ver a su equipo en el emocionante rol de visitante, está más animada que en cualquiera de los últimos 29 años. Más de 700 zaragocistas están apuntándose para ir al graderío del campo pamplonés a empujar a los suyos en buena lid. Un gesto que denota que algo está mutando para bien en este proceso tan deteriorado que merece la pena reconducir hasta los primeros años ochenta. Todos lo agradecerán.

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