Opinión

Méritos y deméritos arbitrales

A los árbitros que deambulan por los campos de Primera y Segunda no les vendría mal recorrer el camino inverso y dirigir algún partido de fútbol base.

Después de contemplar arbitrajes como el de Velasco Carballo el sábado en el Reyno de Navarra, uno piensa que no le vendría mal darse una vuelta por los campos del fútbol base y recuperar experiencias que parecen olvidadas en la élite.


Dirigir un encuentro de aspirantes a futbolistas supone enfrentarse solo a las dificultades innatas de un partido, aderezadas con circunstancias como la de resolver los fuera de juego sin líneas o la falta de apoyos en jugadas comprometidas –ahora que, cada vez más, los partidos en lo más alto se dirigen en grupo-.


Es asomarse al juicio parcial –siempre parcial- de los banquillos, de los entrenadores y sus ayudantes, y de los futbolistas que desgastan el tiempo y engordan el hastío en busca de su oportunidad.


Soportan el lamento permanente de los jugadores, entregados siempre –desde edad tempranísima- a poner en duda las decisiones del colegiado, en ese permanente empeño de cuestionar la autoridad de cualquiera que debe resolver y mandar.


Pero, sobre todo, aguantan con una paciencia admirable el rosario de indicaciones e imprecaciones que, sin piedad ni descanso, aportan los padres de los futbolistas, durísimos jueces de la actividad de un colegiado –o colegiada- que gasta su fin de semana entre pitadas y pitos.


De vuelta a casa, con el deber de padre cumplido –casi siempre agradable-, a esa cabeza ordenada con botas se le dispara la pregunta: “¿Y a los padres no se les puede expulsar del campo?”. La cuestión que desborda sentido común.