REAL ZARAGOZA

El Zaragoza se deja empatar por su verdugo copero

Marcelino no supo ahondar ayer en el porqué de la bipolaridad futbolística presenciada en La Romareda. Su contrincante en el banquillo, Juanma Lillo, tampoco. En realidad, nadie conoció a ciencia cierta de las razones por las cuales el Real Zaragoza fue uno durante veinticuatro minutos y otro equipo profundamente distinto durante el resto del partido. Se trata, seguramente, de un caso de diván de psicólogo, o acaso de psiquiatra.


El Real Zaragoza de los inicios fue un bloque más o menos serio, con capacidades suficientes para conquistar el objetivo de la presente campaña. Marcó dos goles, presionó con corrección y no se metió en rodeos. Es decir, jugó según el estilo que pretende su entrenador. Por el contrario, el segundo Zaragoza visto en el mismo acto careció de perfiles y de identidad. No fue nadie. Se ausentó en la renta de dos goles obtenida. Todavía fresco y lozano, debió de marcharse a sestear a alguna parte de este mundo, como si el resultado del momento fuera definitivo o estuviese dotado del régimen del que gozan las realidades inamovibles.


Desde que se marchó Ricardo Oliveira al vestuario a causa de una inoportuna lesión, cabría afirmar que el Real Zaragoza anduvo en paradero desconocido, como un prófugo, si no fuera porque el episodio ya suena en estos pagos a asunto conocido, a algo que se ha presenciado alguna otra vez. La memoria trajo de modo involuntario estampas de la pasada campaña, de aquél equipo de Víctor Fernández que marcaba goles a pares con Diego Milito y Ricardo Oliveira en vanguardia y luego no sabía cerrar los encuentros convenientemente. Ayer, en Segunda, frente a una Real Sociedad de poco fuste y muchos nervios, le pasó algo semejante. Contó con todo a su favor para sumar tres puntos y, en cambio, terminó por entregar el bastón de mando y la ventaja, algo inconcebible cuando la historia estadística de la Segunda enseña que quienes ascienden deben alcanzar el listón de los setenta puntos.

Intuiciones


En el presente nivel, ninguna de las empresas innegociables de la actual campaña puede alcanzarse. Resulta una obviedad. Así, no se desemboca en Primera División, sino en problemas de mayor calado de los que ya existen. El público de La Romareda, que rozó la media entrada, lo intuye. Si en la recepción del equipo hubo división de opiniones, en la despedida sonó una manifiesta desaprobación a lo presenciado. El Real Zaragoza tejió y destejió. Lo hizo él solo, sin que ningún gran rival le obligase a poner pies en polvorosa del litigio deportivo.


Quizá sea ahora cuando Marcelino García Toral comience a ser verdaderamente consciente de los problemas de fondo a que se enfrenta. Después del cariz del encuentro de ayer, al menos ya sabe que no sabe cómo abordar la cuestión ante la que le temblaron las canillas allá por el mes de mayo, cuando firmó el contrato que le presentó Agapito Iglesias y que, indefectiblemente, le va a hacer rico. Si en este instante le vuelven a temblar las piernas, tampoco será mal síntoma. Al fin y al cabo, siempre es mejor disponer de un técnico consciente de por dónde anda que padecer determinadas inconsciencias.

Nubarrones


En la búsqueda de los porqués del desbarajuste, Marcelino bien podría haber preguntado a quienes le confeccionaron la plantilla, principalmente al accionista mayoritario y al secretario técnico, Pedro Herrera. En el bagaje personal e intransferible de este último se hallan claves del presente y del pasado, palancas que suelen ayudar a entender el porvenir. Pero ayer, como otras veces en las que se han cernido nubarrones sobre La Romareda, no estaba Herrera para tales asuntos, ni para apuntar nada. Entendió que tras el trajín del verano merecía un descanso playero y una justificada ausencia en el palco.


Por esos lares se pudo ver a Miguel Pardeza, que esta vez, claro, ya no bajó al vestuario en el tiempo de descanso, por cuanto decidió abandonar competencias en la jurisdicción zaragocista. Marcelino, por tanto, se quedó con lo que tenía: con los suyos y una notable desorientación. De hecho, el equipo ya no volvió a funcionar. La segunda parte entera vino a resultar un ejercido patético, en el que abundaron la sensaciones de inoperatividad e impotencia. Sí, Ewerthon envió un balón al travesaño; pero el rival perdonó más de una nítida ocasión de hacer daño mayor que el realizado. Marcos, afortunadamente, careció de finura y precisión ante López Vallejo.


Por el momento, del Real Zaragoza se conoce que cuenta con una vanguardia lujosa, compuesta por Ewerthon y Oliveira, dos futbolistas a los que se les adivina el peligro conforme toman el balón en los pies. De alguna manera, a ambos se les observa por encima de las circunstancias en un simple golpe de vista. Ewerthon marcó dos goles a la Real y bien pudo anotar un tercero. Oliveira, por su parte, siempre fue motivo de preocupación y atenciones especiales de la zaga donostiarra. Sea casualidad o no, el equipo aragonés estuvo en la altura del mínimo exigible mientras él permaneció en la lucha. Luego, vino la depresión. Pero ellos dos solos, en cualquier caso, no son armas suficientes para el proyecto de regreso a Primera. Es preciso contar con más elementos, con más seguridad atrás, con más capacidad de creación, con más fortaleza mental, con más cuerpo y cuajo de equipo.


Si Marcelino García Toral analiza al Real Zaragoza que presenció en un principio, cree que le queda poco trecho que cubrir para situarlo en la velocidad de crucero que él mismo desea. Si mira al equipo que se ausentó, sospecha que le falta un infinito, un océano entero. A saber. El Zaragoza es un ente voluble e incomprensible en su comportamiento.