Por
  • Antón Castro

Nadal reescribe en París el libro de la gloria

Nadal conquista su decimotercer Roland Garros ante Djokovic.
Nadal conquista su decimotercer Roland Garros ante Djokovic.
Agencias

Rafael Nadal nunca deja de asombrar. Tiene una alianza cósmica con los números redondos, sean pares e impares. Se ha acostumbrado a extender la semántica del adjetivo ‘increíble’: lo ensancha a su antojo con su inagotable sentido de la gesta, que en él es trabajo, inteligencia e inclinación al más difícil todavía. En la pista central de Roland Garros, en París, ese territorio que para él no se acaba nunca, jugaba otro de los partidos de su vida: podía situarse en la cumbre absoluta al lado de Roger Federer con 20 Grand Slams, y lograr 100 victorias de 102 y trece títulos de ese torneo sobre la arcilla roja, algo que no ha logrado nadie. Ahí es el especialista universal de todos los tiempos.

Rafael Nadal, quizá por primera vez, no era el favorito. En las últimas finales, Novak Djokovic le había ganado con cierta holgura, no solo con su tenis impresionante, que se edifica desde un terrible revés, sino por mentalidad. El serbio le había mordisqueado la moral y parecía superior allí donde Nadal siempre había sido invencible. O casi. Y en el choque de ayer, de nuevo, partía con esa ventaja. Es cierto que acumulaba algo más de cansancio o exigencia (ante Carreño y Tsisipas hubo de emplearse a fondo), pero en este juego de superhéroes humanos esto es habitual y jamás sirve de excusa. Rafael Nadal es un tenista que posee un formidable sentido estratégico. No hay torneo grande en el que no ensaye algo: el saque, el lugar en la pista, un golpe concreto, el instante mismo de ocultación del amago. Y ayer la preparación previa salió a conciencia. Como si hubiera jugado el partido ante Novak Djokovic en su cabeza una y cien veces, y supiera a la perfección todo lo que tenía que hacer. Y cómo, en qué lapso, con qué determinación y furia, sin perder la calma, con qué intensidad y con qué brillo. Y allá se plantó, más poderoso, ebrio de convicción y seguridad, iluminado de certezas y tan fuerte como nunca.

Djokovic se vio superado en todas las batallas: la psicológica, la de la condición física, la del inventario de golpes, la de la concentración, la de la intuición, incluso en la de la fortuna. Era Nadal en una nueva apoteosis, besado por el destino. No solo le salía todo, claro, incluso las piernas parecían las de un velocista en cada dejada, sino que mostraba un virtuosismo que evocaba la muñeca de Federer. Su versatilidad deslumbraba en cada volea, alta o baja, y, para desesperación del rival, llegaba a todo. Djokovic vivía su particular martirio en la pista y no encontraba ni aire ni tiempo para pensar. Nadal le devolvía golpes paralelos, bolas defensivas y altas, con un bote pesado de piedra, se defendía atacando con una concentración sin resquicios, con variedad de trallazos, profundidad y vehemencia. Nadal reescribía el libro de estilo de la tierra batida con toda belleza del mundo.

Nadal lo tenía todo ayer y quizá algo más. Imaginación, virtuosismo, sutileza, dominio mental, paciencia, valentía e inspiración. El primer set fue perfecto y obró como una demolición que descubría a un Djokovic de antaño: ofuscado, impotente, abatido y al borde de la desesperación. La segunda manga Rafael Nadal insistió en su táctica y se sintió inmenso, inalcanzable, avasallador. Djokovic seguía desquiciado y no venía un lugar por donde entrase la luz ni enganchaba sus golpes decisivos. El tercer set resultó el más disputado: hacía lógica justicia a las virtudes del grandioso número uno balcánico, que plantó batalla y soñó, tal vez, con recomenzar.

Puro espejismo. Rafael Nadal no estaba por la labor y abrió otra senda hacia la gloria infinita a partir del undécimo juego. Y venció de una manera contundente: con un ‘ace’, que sentenciaba un partido perfecto, precioso, que reitera su condición de hombre sin límites, incluso en su humanidad. Rafael sabía bien que su victoria es un antídoto contra la mala hora que estamos viviendo y les dedicó su obra maestra a los que sufren la pandemia. Su victoria número trece derrama alegría y felicidad en este país incierto donde los gestores públicos juegan a la peor política.

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