La voz de las arcillas y el viento en disco

Su legado discográfico es una especie de 'Pirineos musical', con crestas y valles. Publicó casi una veintena de discos, en una carrera fructífera que comenzó con 'Cantar i callar', y que es definitoria no solo de un creador poliédrico, sino también de un tiempo y de un país.

Con Joaquín Sabina, uno de sus grandes amigos.
La voz de las arcillas y el viento en disco
HERALDO

Se ha despedido entero y enhiesto, como esa sabina de Villamayor que él evocaba como paradigma de dureza y resistencia. Labordeta se ha ido con el 'alma a cuestas' pero no con la voz, con esa voz recia, de arcillas y viento, que, como esa sabina milenaria, se ha quedado plantada en esta tierra eternamente cual bastión identitario y reivindicativo. Se ha ido el cantautor por antonomasia de Aragón.

Media centuria de canciones, discos y conciertos, amén de libros, ensayos, artículos y vida política, docente y viajera. Una vida fructífera y espesa en vivencias y creación que se traducen en casi una veintena de discos, otros tantos libros y varias series para cine y televisión. Labordeta tenía una facilidad enorme para multiplicarse. No era perfeccionista e incluso ni autoexigente. Era ágil, emprendedor, astuto, rápido, curioso, inteligente. De ahí, su fecundidad. Se lanzaba por el tobogán de la música, y con facilidad pasmosa, aún con su sordera de un oído y de sus limitaciones técnicas, reconocidas por él mismo, alumbraba un disco, una canción.

Preparando mi libro 'Polvo, niebla, viento y rock', título que obviamente le 'robé' y que él me lo permitió con su peculiar bondad y campechanía, le pedí que me hiciera un recorrido breve por su discografía. En dos o tres días, me remitió desde Madrid un sobre postal con una decena de folios manuscritos en los que plasmó sus pensamientos sobre cada uno de sus álbumes. Los escribió en una tarde sesteante en el Congreso de los Diputados, según me dijo después.

Esta rapidez, su habilidad para el verso y el 'desprejuicio' con el que miraba las cosas, como en una ocasión me confesó en una entrevista que le hice, fueron las causas principales de esa discografía tan dispar pero a la vez tan sorprendente y socarrona que edificó. Por ella, lo mismo asoma la canción popular más pura que las canciones 'dinamiteras', como él decía, o el pasodoble, el reggae y hasta el rap, las cumbres y las cimas menores. En cualquier caso, una discografía que para la historia quedará como definitoria no solo de un creador poliédrico sino también de un tiempo y de un país.

Grabó, tras un primer LP casi incógnito de 1968, tres primeros álbumes inmensos en los setenta. 'Cantar i callar' fue el primero. 1974. Un monumento a la canción popular que esculpió con solo su guitarra y su voz y unos tenues arreglos de cuerda de Salvador Pueyo. Y dentro de él, trece canciones. Sobrecogían 'La vieja', 'El poeta', 'Todos repiten lo mismo' y, cómo no, 'Aragón', el himno. En conjunto, una visión trágica y desolada del mundo rural aragonés a través de la dura vida de leñeros y masoveros, de la emigración y el abandono de los pueblos, de las arcillas viejas y pobres de esta tierra, de aquel Aragón de polvo, niebla, viento y sol camino de nada. Es obviamente, el mejor disco labordetiano, el disco que abrió la puerta a una canción autóctona aragonesa, coincidiendo con los estertores del franquismo.

Su continuación fue otro álbum del mismo corte, acústico y sobrio, editado en el año 75: 'Tiempo de espera'. Otro puñado de canciones, profundas, tristes, desgarradoras, con otro himno, 'Canto a la libertad', que tantas manos e ilusiones unió en los días álgidos de la lucha por la democracia. Como contrapeso, el tono socarrón, festivo, brasseniano, de las 'Meditaciones de Severino el Sordo'. Aquella trilogía de oro la completó, en 1976, 'Cantes de la tierra adentro', donde seguía revelándose el Labordeta combativo y animoso, alentando a 'caminar hasta el instante en que en la lluvia crezca la libertad', aunque una de sus mejores enseñas -'Canción de amor'- tenía perfil romántico.

Tras un vibrante LP en directo, grabado en el teatro Olimpia de Huesca y en el Argensola de Zaragoza, en 1978, salió 'Que no amanece por nada', un canto de aliento a seguir en la lucha, pero musicalmente un disco renqueante. El mismo Labordeta lo calificó de 'desgraciado'. Seguramente por ello, vio que el camino se estrechaba y decidió torcer el rumbo hacia la música tradicional aragonesa, escribiendo de nuevo dos discos pioneros y sublimes: 'Cantata para un país' y 'Las cuatro estaciones'. En el primero, que Labordeta señaló como su álbum predilecto, estaba la sobrecogedora 'Albada'.

Los ochenta, con su modernidad de diseño y sus canciones de colorines, se echaron encima de los cantautores, que poco a poco, obligados por las circunstancias y su incapacidad para ponerse al ritmo de los tiempos, fueron batiéndose en retirada. Labordeta, aun cargado de un escepticismo depresivo, fue de los pocos que aguantó el tipo como pudo y en el 84 editó 'Qué queda de ti', con la preciosa 'Somos' dentro, y en el 85, título bien sintomático, 'Aguantando el temporal'. Y aún tuvo agallas para sacar un doble LP en directo grabado 'entre amigos', en Madrid, que le dio buenos dividendos.

La retirada de 1991

Los dos discos siguientes, 'Qué vamos a hacer' y 'Trilce', envueltos maquiavélicamente en guitarras eléctricas y teclados sintéticos, y aun con la fenomenal 'Banderas rotas', le dieron la puntilla. El mismo Labordeta confesó haber llorado de rabia al ver que 'Trilce', homenaje a su poeta favorito, César Vallejo, "después del esfuerzo que hice vi que a nadie le importaba un pito lo que había cantado". Desmoralizado, se retiró en 1991.

Afortunadamente, fue una retirada parcial -del 'bisnes' y los grandes montajes, como él decía- pero no completamente de los discos y de los recitales con su guitarra. En el 93 rehizo sus mejores piezas amorosas y las editó bajo el nombre de 'Canciones de amor', en el 95 enlató en CD un recital en la sala Mozart, titulándolo 'Recuento' y, cuando ya parecía que no volvería a editar disco alguno más en solitario, reapareció en el 97 con un excelente álbum, 'Paisajes', al que le seguiría, tras el homenaje que le hicieron en Pirineos Sur, uno de sus discos más anhelados y sobrecogedores: 'Con la voz a cuestas'.

Aún guardaba trilita en esos bolsillos que, como su hermano Miguel, se registraba a menudo en busca de munición vital, pero, pese a confesarme que estaba animado a quemarla, no llegó a hacerlo. El desánimo seguía doliéndole. Gozosamente, Carbonell logró sacarlo de él, preparando y grabando un recital en la sala Multiusos y finalmente, grabando conjuntamente con Eduardo Paz el acertado y emocional '¡Vayatres!'.

El legado discográfico labordetiano, casi íntegramente recogido en la opulenta edición que Warner-Dro hizo en 2004, es una especie de 'pirineos musical', de crestas y valles, de aciertos y desaciertos, pero tan robusto y frondoso como la sabina de Villamayor que él tanto admiraba. Que suene alto en su despedida. Descansa en paz, 'Abuelo'.