LIBROS

La lluvia amarilla también cayó en Escartín

Un relato sobre la despoblación de Escartín, un pueblo del Pirineo ("Memorias de un montañés", de José Satué) se ha aupado en la lista de libros más vendidos en Aragón, pese a que fue escrito hace más de 20 años. Recuerda a la novela "La lluvia amarilla", de José L. Llamazares

Sin ruido, simplemente arropado por las recomendaciones de los lectores, "Memorias de un montañés", de José Satué, se ha convertido en un pequeño éxito de ventas en Aragón. No se ha hecho promoción de la obra, su autor no la ha presentado al público y ni siquiera ha llegado a verla impresa. No es extraño: falleció hace más de veinte años. Pero en sus páginas hay fuerzas ocultas, toca fibras sensibles, y librerías como la General lo ubican ya en el primer puesto de los más vendidos dentro del apartado de "Ficción Aragón". Aunque, curiosamente, todo lo que se cuenta en el libro es real como la vida misma.


Chusé Raúl Usón, editor de Xordica, era consciente de los riesgos que asumía al publicarlo, pero intuía que iba a gustar. "Es un retrato desgarrador de la España de los años 60-70 en los ojos de un hombre que no es pretencioso, que escribe de forma muy llana, pero que engancha al lector desde la primera página. El libro tiene una fuerza tremenda".


Lo que se ofrece es, fundamentalmente, la crónica de una despoblación. Escartín se ubica en la misma comarca que Ainielle, el pueblo que José Luis Llamazares hizo protagonista de "La lluvia amarilla". "Memoria de un montañés" es menos literario, pero más real.


Una sociedad sin dinero


José Satué Buisán nació en Escartín en 1907 y a los 11 años ya estaba dedicado en cuerpo y alma a la trashumancia y la agricultura. Había ido unos años al colegio y enseguida tuvo que matricularse en la universidad de la vida. Aprendió a seguir el ganado entre la niebla, a alimentar con su propia mano a las reses cercadas pr la nieve, a viajar con patatas hasta Alberuela de Laliena para cambiarlas allí por vino. "Mi padre -recuerda ahora José María Satué, que ha editado las memorias-, vino al mundo en una sociedad austera, de subsistencia, en la que el dinero no existía porque todo se conseguía a trueque. En los 50 empezaron a llegar noticias de lo que había en Sabiñánigo, Monzón o Huesca, y los de su generación se dieron cuenta de que allí no había futuro".


Y empezó la despoblación. Si a principios de siglo había en Escartín 18 casas abiertas, cinco décadas más tarde se habían reducido a 3. En las largas noches del Sobrepuerto, una pregunta golpeaba como un mazazo: "De todos los que se han ido, ¿habéis visto volver a alguno?". En el 65 se fueron dos familias, entre ellas las de José Satué, y quedó tan solo una casa abierta: dos hermanos mayores y solos.


"El libro tiene muchos pasajes dramáticos -subraya José María Satué-, pero a veces las palabras son insuficientes. ¿Cómo describir el acto de cerrar para siempre la puerta de tu casa? No hay palabras para eso".


Llegaron a Huesca y el protagonista de esta historia, que entonces tenía ya casi 60 años, se hizo peón de albañil. Cambió el hogar por la cocina de butano, la palangana por el lavabo, el carburo por la luz eléctrica. Cuatro años más tarde empezó a trabajar como portero en el edificio de la calle de Zaragoza, número 4.


"Todo le sorprendía, porque venía de un mundo muy distinto al de la ciudad -señala José María Satué-. Recuerdo que, al principio, una de las cosas que más le sorprendía era ver la gente paseando por el Coso. Decía, devorado por el asombro: 'En toda mi vida, siempre que he dado un paso ha sido porque tenía que hacer algo'. Y yo le respondía: 'Padre, tendrá que aprender a pasear'. Pero no, al final tuvimos que jubilarlo sus hijos. Trabajó hasta los 74 años". Fue un hombre de pueblo trasplantado a la ciudad, una historia como otras mil. "Todos, en mayor o menor medida, venimos de un pueblo -apunta Chusé Raúl Usón-. Quizá por eso el libro ha gustado tanto, porque el lector enseguida se ve reflejado".


En los casi veinte años de exilio interior, José Satué no quiso volver a Escartín. Temía no soportar la visión del abandono y el olvido en el que había caído su pueblo. Su hijo recuerda que fue varias veces a la romería de Santa Orosia, subía al mirador de San Cocoba y lanzaba la vista a los primeros pueblos del Sobrepuerto. Con eso le valía. Comprobaba cómo la maleza había ido ganando terreno a los cultivos, "se quedaba pensativo, se alejaba discretamente de la familia y se sentaba en una piedra a llorar".