Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

De vaquera a roquera: Nat Simons

La cantante madrileña, uno de los valores femeninos más sólidos de la música española de este milenio, sale de una depresión con un disco, Felina, cargado de euforia y actitud eléctrica, dejando atrás el country

Nat Simons, uno de lo valores sólidos del pop-rock femenino español de este milenio
Nat Simons, uno de lo valores sólidos del pop-rock femenino español de este milenio
Juan Garnet

Sorprende y no sorprende. Dar un golpetazo estilístico, especialmente cuando se empieza una carrera, suena extraño, asaltan dudas de inseguridad, de no tener las ideas claras o no saber exactamente el terreno que se pisa y el camino a seguir. Pero a la vez, visto desde otro prisma, es también síntoma de inquietud artística, de búsqueda y exploración, de declaración de intenciones de futuro y evolución.

Me surge esta reflexión ante un caso concreto: Nat Simons, cantante madrileña que debutó discográficamente en disco grande en 2013 con el LP Home On High, cantado íntegramente en inglés y trotando por las praderas del country de manera muy convincente y atractiva, como si hubiera salido de un rancho de Arkansas, genuinamente americana. A aquel álbum le siguió otro, en 2018, Lights, también facturado de la misma forma y más vaquero, no en vano lo había producido Gary Louris, el líder de Jayhawks, con músicos americanos y en tierras americanas. Aún más atractivo.

Me preguntaba, no obstante, entonces en este mismo blog, pues a fin de cuentas, pese a las bondades de los dos álbumes, nada nuevo había en ellos, toda vez que estaban hechos de material ya conocido y más aquilatado como obviamente es el de las grandes figura del country y de la mal llamada americana; me preguntaba entonces, decía, si lo de esta chica madrileña, de nombre de pila Natalia García Poza, si sus dos discos, bebiendo tan espesamente en fuentes pasadas, eran síntoma del colapso del pop español en estos últimos años o estábamos ante una gran revelación, ante una sólida esperanza de futuro.

Y ahí estamos. En la duda y en la incertidumbre. Porque, Natalia, gran amante de Dylan y del trote vaquero, en su último disco, publicado a finales del año pasado y que ahora ha anunciado que saldrá a presentarlo en gira, empezando en Madrid el próximo día 28 de abril, ha pegado un zamarrazo, fruto de su eufórica huida de un estado depresivo, y se nos ha convertido en rockera, dejando atrás aquellas seductoras cabalgadas americanas. El título del álbum es más que explícito: Felina.

Bien es verdad que tampoco enseña los colmillos cual rockera furiosa a lo Suzi Quatro y no digamos a lo Joan Jett y sus Runaways, que más bien, por lo general, es un rock de no muchos kilovatios el que destila, se habla incluso de que tira por el glam, lo cual dudo mucho, pero indudablemente nada que ver con su pasado. La evidencia es que son dos ‘natalias’ completamente diferentes y distanciadas.

Y aquí acudo a la segunda parte de mi reflexión inicial para sustentarla. ¿Son nuevos estos timonazos que no se hayan dado antes en el mundo musical, incluso con artistas hoy consagrados o en la leyenda? En absoluto. No hay que rascar mucho en la piel de la historia para enseguida, encontrar claros ejemplos de mutación en los albores de la carrera de artistas o grupos bien conocidos. ¿Era el Bowie de su primer disco, con pintas mod y unas canciones que rozaban el musical cuando no el mundo circense del Sgt. Peeper, igual al de Ziggy Stardust? ¿Podía esperarse que aquellos Deep Purple iniciales, que coqueteaban con el pop y la psicodelia y hasta versionaban a Los Beatles, Hendrix y Tina Turner, se transformarían en los bravos rockeros de Machine Head y no digamos en los del incendiario Made In Japan? O más recientemente: ¿quién podía apostar por una Taylor Swift reinona del pop sofisticado de este milenio, viniendo, como venía, del country más estricto? O por no resultar excesivamente reiterativo, atracar finalmente en la misma personificación de las mutaciones, en Dylan, sin olvidar las del ya mentado Bowie: ¿Qué hay del Dylan de sus cuatro primeros discos folkies acústicos y el del ‘mercurial’ Blonde On Blonde o el dolido Blood On The Tracks?

Pues esto es lo que, obviamente, en otro nivel de popularidad, delata este tercer álbum de Nat Simons. Mutación. Cambio hacia un sonido más ‘felino’, que hubiera sido salvaje de verdad con un punto más alto de agresividad y cuerpo en la voz, a la altura de la rabia instrumental que destilan la mayoría de las canciones, pero que en general resulta sólido y convincente, especialmente cuando restallan robustas piezas como Déjalo ser, Big Bang (con Anni B. Sweet), Macabro plan y Finale, e incluso Televisión si la voz mostrara más garra, aun cuando es una de las arremetidas más pegajosas del disco.

Se agradece, en fin, que gente como Nat Simons mantenga encendida la antorcha del rock en tiempos de tanta fruslería como corre por el panorama nacional e incluso en el internacional. Rockera o vaquera, la madrileña sigue manteniendo su estatus de artista notable y sólida de este milenio. A ver a dónde la lleva esta acertada y legítima ambición por la evolución, por su meritoria escapada de las tinieblas de la depresión, aunque, en su caso, su escapada musical tenga más de terapia que de inseguridad artística. Sigue la incertidumbre.

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