Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

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Perdonen la tristeza: Leonard Cohen y Nick Cave

El pasado año 2019 se cerró con dos discos luctuosos, centrados en la muerte y la despedida. Cohen firmó ‘Thanks For The Dance’ y Cave ‘Ghosteen’, dos álbumes profundos y depurativos.

Nick Cave &The Bad Seeds
Nick Cave & The Bad Seeds

Perdonen la tristeza, le robo la frase a Javier Menéndez Flores, que tituló así su exitosa biografía sobre Sabina, al que, pese a sus rumbitas, rancheras e incluso rocanroles, le cuadra la palabra al dedillo. Yo mismo he sido testigo muy directo del traje depresivo que en ocasiones viste el jiennense. Tristeza por cómo acabó musicalmente el año 2019, pero no por algún sucedido desgraciado o porque reflejase el actual momento musical de superficie, sino porque dos de los mejores discos del año, o más emotivos, que cerraban la década estaban literalmente anegados por ella: Thanks For The Dance, de Leonard Cohen, y Ghosteen, de Nick Cave. ¡Qué joyas! Pero no precisamente para lucirlas en una fiesta de jolgorio y alegría. El dolor está incrustado en todas sus articulaciones, en todos sus músculos, en todo su corazón, ¡como para escucharlos dando botes!

Leonard Cohen escribió todas las canciones de su disco, como quien dice, en los minutos finales de su vida, sabedor de que Caronte le esperaba en la barca del más allá para atravesar el último río de la vida, el Aqueronte. No es momento para rumbas, se supone, por lo que obviamente el disco saliente se enjoyó con los oros de la despedida y el recuerdo. En realidad, un manojo de melodías probatorias que el canadiense grabó desnudo de instrumentación en el salón de su casa, prácticamente con la palabra y esa voz tan personalmente majestuosa salida de las oquedades del alma y de la garganta, durante las sesiones de su emocional y negro testamento, You Want It Darker (2016), publicado una semana antes de su muerte, el 7 de noviembre de 2016, y tras ir dando evidentes avisos en sus discos previos de que el fin estaba cerca -“se acabó la fiesta, pero he aterrizado de pie”, cantaba en A Street, del álbum Popular Problems (2014)- que desembocaron en la sobrecogedora confesión que le hizo en octubre de 2016, cuatro días antes de que apareciera el disco, al director del New Yorker, David Remmick, autor de biografías tanto de Obama como de Springsteen. Cohen le confesaba a Remmick en aquella larguísima entrevista: “Estoy preparado para morir, no es muy agradable, pero es lo que hay”.

Su hijo Adam Cohen, una vez desaparecido el padre y por indicación suya, labró aquellas pruebas, las cultivó con mimo y mucha ayuda y las sirvió en bandeja de plata: un exquisito manjar solo apto para corazones sensibles. Contó con la ayuda de Avi Avital, Beck, Daniel Lanois, Damien Rice, Sharon Robinson, Jennifer Warnes, Leslie Feist, Javier Mas o Silvia Pérez Cruz…, en una larga lista de invitados, en cuya confección Adam no regateó esfuerzos para encontrar los músicos y los arreglos que le ayudasen a terminar las canciones, como su mismo padre le había pedido.

Pese a tanto invitado, no salió un disco sobreproducido y cargado de instrumentos, sino casi minimalista, a lo que ayuda la abundancia de recitados, con un Cohen ya muy limitado para el canto, que aparece en su máxima densidad en el hermoso vals que da título al disco mientras un coro evocador de las deliciosas hermanas Webb puntúa su voz. En The Night Of Santiago, transparentando su lorquismo, en adaptación libre de La casada infiel, asoman palmas y guitarra flamenca envolviendo el largo trazo erótico de toda la pieza (“acaricié sus pechos dormidos y se abrieron urgentemente para mí como lirios mortales detrás de un fino bordado y sus pezones se pusieron duros como el pan”) mientras que en Moving On, sentida evocación de su viejo amor por la noruega Marianne Ihlen al llegarle la noticia de su muerte, se dibuja, mediante el sonido de la mandolina, el paisaje de la isla griega de Hidra, donde ambos vivieron su turbulento romance. Siguiendo la estela evocadora del mar y de viejos paisajes, el zaragozano Javier Mas asoma con su exquisito detallismo mediterráneo en la guitarra en la pieza que abre el disco, la hermosa Happen To The Hearts, con la insólita aportación de Daniel Lanois al piano y una frase –“tenía un coño en la cocina”- que ha originado la etiqueta de ‘explicit’ en los puritanos USA.

En Puppets recita un alegato de satén musical pero de irritación irrefrenable contra el nazismo, los insensatos mandatarios contemporáneos o el destrozo del planeta (“marionetas alemanas quemaron a los judíos… gobiernan presidentes marionetas…, tropas marionetas queman la tierra…”), en The Goal hay un resignado sentimiento de su incapacidad física (“me siento en mi silla, miro a la calle, el vecino se percata de mi sonrisa de derrota”), pero quizá la ‘pieza mayor del disco’, con metales y su tratamiento soul y sus coros femeninos, sea The Hills y su juego cacofónico con ‘pills’, aquellas píldoras cannábicas (¿Sativex?) que le aliviaban el dolor de espalda y los efectos de la leucemia. Es la más refulgente o, cuando menos, la más directamente enlazada con el último Cohen y la que más penetra a la primera escucha en este trabajo dulcificante y tan digno como cualquier otro disco del canadiense, aparentemente vivo y presente en la grabación pese a su tejido post mortem, y en cuyo frontispicio debieran figurar las melancólicas frases finales de la pieza del título que resumen su vida (“gracias por el baile, fue un infierno, fue grandioso, fue divertido, gracias por todos los bailes”) mientras el laúd de Javier Mas pone el broche final. Pocas canciones, pero muchos temas y alegorías las que pasaron por la vista moribunda de Cohen, una mirada tan limpia como sobria y seductora.

A Nick Cave le seguía doliendo el alma, cuatro años después de la muerte de su hijo, cuando el 14 de julio de 2015 se despeñó por un acantilado de Brighton, tras haber tomado LSD junto a otros amigos adolescentes. “Una fuente permanente de alegría y el mejor hermano”, según lo ha definido su hermano gemelo, Earl. La tragedia que ya pesó en su álbum Skeleton Tree (2016), si bien fue profética ya que las canciones se escribieron antes del accidente aunque luego retocadas, pero que ante la nube de sentimientos y de padecimiento crónico que se apoderó del alma del australiano terminó por descargar por completo en Ghosteen, un doble álbum, con una primera parte (el primer CD) denominada The Sons y otra segunda (el segundo CD) con el título de The Fathers.

Lo que distingue a este décimo séptimo álbum en estudio de Nick Cave es no solo su tristeza sino su cambio de registro vocal, esos falsetes a los que recurre en algunas piezas para expresar con más rabia su dolor de animal herido y a los que jamás había acudido en ninguno de sus discos, amén de los coros con que reviste algunas de las melodías. Pero la mayor distinción es la mínima presencia o ausencia de guitarras en favor de un ampuloso y elaboradísimo soporte electrónico-coral que urden él mismo y su fiel Warren Ellis: un alfombrado de sintetizadores, que a veces llevan a los setenta, sugiriendo a Genesis y Tangerine Dream o al Songs From Distant Earth de Mike Oldfield, y que son una exposición personalísima e ingeniosa de cómo acudir a la electrónica sin mancharse con sus tópicas recetas de hoy ni de muchos años atrás, dando lugar a joyas maravillosas como Spinning Song y no digamos Sun Forest, Ghosteen Speaks, Waiting For You, la larga Ghosteen (12 minutos) o la insólita, gregoriana y budista Hollywood, aún más larga (14 minutos). Todas ellas siempre hiladas en torno a la muerte y a la ausencia, convirtiéndose así en el disco más explícito sobre la parca en la historia del rock, por encima de Magic & Loss, de Lou Reed, del Blackstar, de Bowie, o el mismísimo You Wanted Darker, de Leonard Cohen. Un cautivador réquiem actual.

No es, obviamente, un Let Love In, ni menos aún muestra al Cave más brutal de Birthday Party, si acaso entronca con el fabuloso The Good Son (¿título también profético?) y sus hermosas baladas (ay, The Weeping Son o The Ship Song), perfilando un álbum de sonoridad nueva en el amplio y creativo archipiélago ‘caveniano’. Una obra maestra sin paliativos que conviene escuchar con mucho detenimiento y atención.

No me alargo más en la tristeza para no cansar a quien se detenga en estos largos párrafos, pero animo a meterse en estos dos álbumes, sí, llenos de luto y tristeza, pero en realidad bañados en jolgorio sensible, en gozo por poder escuchar obras como estas, profundas y depurativas para huir de la banalidad y el musiqueo generalizado y barato de estos tiempos, al menos en la superficie y, aunque me pese, para llevarle la contraria al mismo Cohen –“The surface is fine / We don't need to go any deeper” (Thanks For The Dance)- meterles el bisturí e ir, sí, hasta sus profundidades más abisales. Hay premio emocional.

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