Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

la voz de mi amo

¿Sirven los festivales a la música o se sirven de ella?

Las grandes concentraciones en torno al pop y al rock son las nuevas ludotecas de los jóvenes de hoy más que plataformas de irradiación cultural y musical,

Concierto de la bloguera Dulceida como pinchadiscos en la última edición del Arenal Sound.
Concierto de la bloguera Dulceida como pinchadiscos en la última edición del Arenal Sound.
Arenal Sound

Nada nuevo bajo el sol. La festivalitis que padece (o goza) el país un verano más no es nueva ni de ahora, sino de hace 50 años cuando menos. Al eco tardío de Monterey (USA, no México, 1968) y sobre todo de Woodstock (1969), los macrofestivales de rock llegaron a España en los primeros setenta, con Canet Rock a la cabeza y otros que lo mismo tenían lugar en plazas de toros (Burgos) o campos de fútbol (Selva Rock), por ejemplo.

Insólitamente, tras la explosión inicial de aquellas primeras concentraciones rockeras, se produjo un largo interregno que duró hasta los noventa en que de nuevo empezaron a aflorar en la piel de toro las maratones rockistas hasta reventar en expansividad y frecuencia en el nuevo milenio, hasta el punto de que hoy resulta difícil encontrar una ciudad o villa importante sin su pertinente festival.

Nada que ver, sin embargo, los de antaño y los de ahora. En Canet o en el Selva Rock se aspiraba el espíritu hippy importado con retardo de USA: el humo de la hierba (no la del campo de fútbol), la libertad compartida (y aparente) de vivir durante una o dos jornadas sin el yugo político del franquismo, la huida de casa, la reivindicación del mundo juvenil frente al adulto, el ligoteo más que el sexo… y, claro, la música. Un aire distinto y de novedad que hoy suena a antigualla: los jóvenes de ahora no tienen que sacudirse yugo político alguno, habitan en laxos y permisivos círculos familiares, viven el sexo libre con naturalidad, fuman, beben y se ponen hasta donde cada cual quiere y aguanta… y, claro, escuchan música.

¿Escuchan? Uhmm. Me temo que más bien ‘oyen’, que la tienen como fondo sonoro a muchos decibelios de su jolgorio particular sin darle excesiva importancia a los nombres de los artistas. Una quizá anécdota ilustrativa: hace años le pregunté a una joven por alguno de los artistas que habían actuado en una de las ediciones del Doctor Music, festival del que acababa de regresar, y tan apenas supo darme cuenta de un par de ellos…

-Bueno, la verdad es que eso era lo de menos. Fui a divertirme –me confesó.

La moderna ludoteca juvenil. El espacio más verde, mejor o peor acondicionado, para el colegueo, el baile, la fiesta, la diversión… el sexo y las drogas sin rock’n’roll. Porque este suena, ¿pero quién lo ‘escucha’? ¿Quienes acuden a esos pseudo campos de concentración siguiendo a sus ídolos como sí lo hacen quienes se meten en un estadio olímpico? ¿Qué interés tienen los clientes de estos macro eventos en los carteles musicales? ¿Cuántos conocen de pe a pa trayectorias y discografías de las figuras más destacadas, por no acudir a las segundas y terceras filas que asoman en los escenarios? Me temo que los porcentajes son muy bajos.

Obviamente no hay encuestas al respecto pero sí percepciones o al menos preguntas con cierto sentido: ¿cómo es posible que el Mad Cool de este año congregase a 180.000 personas y su pase (recortado, claro) por La 2 de TVE registrase un bajísimo índice de audiencia, con un 0,4 % (25.000 espectadores) el día de Vampire Weekend, un 1,5 (111.000 espectadores) con The National y un 1,7% (141.000 espectadores) con The Cure, en tanto que en esos días Saber y Ganar se alzaba con un 7%, los toros con un 3% y los típicos documentales de la cadena en torno al 3,5 de media? La proyección al alza de un espectáculo masivo quedó hecho trizas en la relación asistencia/impacto televisivo. La ludoteca Mad Cool no tuvo tan apenas eco en la pequeña pantalla. Las cifras no hubieran sido las mismas si se hubiera tratado de utopías como la retransmisión en directo de un concierto de los Rolling, U2, Madonna o Springsteen.

Sabedores los promotores de estas premisas –importan las atracciones de la gran ludoteca (piscinas, norias, pistas de coches de choque, zonas VIP, restaurantes…) no tanto los artistas- su objetivo, por lo general, es llenar los carteles de nombres más o menos sonoros en un totum revolutum casi indigesto. Cuanto más apretada y más barata sea la agenda, mejor. Otra cosa es la calidad y coherencia o el hilo conductor de las contrataciones.

¿Sirven pues los festivales a la música o se sirven de ella? Me temo que más bien lo segundo. El rock es el reclamo, la taquilla el objetivo. Y parece que este, al socaire de la abundancia y los buenos resultados económicos obtenidos, se logra con cierta holgura. Al menos, nadie se queja, que no es poco y hasta casi resulta sospechoso, por no decir insólito.

Aun así no falta el capítulo de ahogos y penas. La semana pasada la AFM (Asociación de Festivales de Música) emitió un comunicado denunciando la situación de incertidumbre que están viviendo los distintos festivales de España en los últimos años a causa de las trabas burocráticas y administrativas que han de sortear sus organizadores: no se respetan ni se tienen en cuenta los plazos necesarios para montar y organizar los eventos, los procedimientos de licencias se alargan a más de seis meses, se conceden permisos de trabajo de solo tres meses a los artistas, los contratos de cesiones de espacio o patrocinios están supeditados a los cambios políticos, hay mucha incertidumbre en torno a las interpretaciones normativas relativas a prevención de riesgos laborales, acceso de menores o relación con el público consumidor…

Razón por la que instan a las administraciones públicas para que colaboren y se impliquen en estos festivales, toda vez que, opinan, “están potenciando el desarrollo de un elemento creativo y cultural y que los festivales han sido declarados proyectos artísticos de interés general en diversos territorios”. Uh, están en su derecho a las peticiones los integrantes de la AFM, aunque uno, por ejemplo, en el Arenal Sound, no acierta a distinguir muy bien ‘el elemento creativo y cultural’ de una gran turba de cuerpos al sol saltando en grandes y abarrotadas piscinas al ritmo bakala que les marca el DJ de turno. Por no entrar en las incomodidades rayanas en la tortura a que se ven sometidos los miles y miles de asistentes a estos macro festivales: escasez de WCs portátiles o mal acondicionados, entrada prohibida de bebidas y comida y, por tanto, sometimiento a precios abusivos o de mala calidad, mal sonido, instalaciones deficientes en las zonas de acampada, aglomeraciones, largas colas, tediosas inspecciones de entrada, carteles mediocres… que darían para otro largo capítulo de quejas y reclamaciones… pero por parte de los asistentes.

En fin, todo sea por las nuevas ludotecas para el público joven y como acicate para la economía que la festivalitis y el rock han traído a España.

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