Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

Cecilia, el insulto de morir a los 27


Entre el rockerío, volcado con el blues, el funk discotequero de James Brown, la dicotomía del sinfonismo y el hard-rock y la resaca post Beatles; entre el mundo cantautoril, inmerso en el brassenismo y el hispano piélago panfletario y la guitarra de palo; entre la canción popular femenina, copada por el folclorismo y las rendijas que había abierto la canción existencial de Mari Trini o María Ostiz…, entre estas y otras malas hierbas más o menos malignas –los 40, por no decir el enjuague de regalías y turbiedades subterráneas, le negaron el pan y la sal-, me temo que a Cecilia se le cortó el paso en su tiempo, se le impidió crecer en la primera parte de la década de los setenta con los índices de popularidad que se merecía y que otras cantantes con una hoja de servicios mucho menos lubrificada que la suya alcanzaron. Lo que no significa que no fuese reconocida, pero sí minusvalorada. Apuesto doble contra sencillo que en los noventa, con aquella explosión de nuevos cantautores, y hoy mismo –obvio los ochenta, coto cerrado para movidas-, hubiera ganado la partida con abrumadora puntuación.


En todo caso, el tiempo reparte las mercedes merecidas. Con los años, la voz y los tres discos de aquella cantante madrileña, tímida e inestable pero rebelde y de fuerte carácter, con esquirlas trasgresoras, han ganado peso. Lejos de haberse desvanecido por el túnel del olvido, su figura, a través de persistentes reediciones y homenajes, renace y se agranda con la altura que una voz, una poesía y una creatividad como la suya merece.


Una rara avis de la canción femenina española y de la misma música patria. Cecilia escapaba a cualquier cliché establecido en la imaginería de aquella España cateta y tardofranquista. Su vida cosmopolita, que le había permitido viajar por varios países como hija de diplomático, su absorción de la música que conoció fuera, especialmente de Simon & Garfunkel, Dylan, Joan Baez y los Beatles (a estos últimos dedicó un sencillo pidiendo su vuelta y cuya sonoridad volcó en sus canciones, hasta el punto de que algunas piezas suyas parecían arrancadas de su mismo cancionero psicodélico, caso de 'Portraits and Pictures', en tanto que 'Lost Little Things' era una ingeniosa acomodación de 'Dear Prudence'), su genética precoz para aprender a tocar y componer, y su impulso creativo incrustado en su ADN hicieron de ella una artista singular, insólita en aquel escuchimizado panorama musical de los setenta, en aquella España finifranquista en consunción en la que trazó un nuevo perfil de la canción popular, actualizándola, sumergiéndola en bellas tinturas anglosajonas.



Añádase su gran sensibilidad e ingenio para escribir poéticos versos en órbita machadiana, desbordantes, increíbles para su juventud, que no fueron sino fruto de su voracidad lectora, sus naïf dotes pictóricas y su aguerrido carácter, que no belicoso, pese al guante de boxeo con que apareció en la portada de su primer disco, para perfilar el retrato musical y literario de aquella Evangelina Sobredo, nacida en 1948 en El Pardo (Madrid), que saltó a la música española como Cecilia en honor de la celebérrima canción de sus admirados Simon & Garfunkel.


Sus letras merecen un master en composición. Verdaderas joyas poéticas que se derramaron por los más diversos ámbitos: el costumbrario español, la hipocresía burguesa de las damas de alta cuna y baja cama, el poder corrupto del dinero (“al son del clarín tan solo baila el que quiere, al son del dinero dime quién no se mueve”), el feminismo, la religión, el ejército, los curas, la iglesia, la guerra civil y su millón de muertos, el maltrato, la infidelidad, el sexo, el ecologismo urbano, su querida España de la santa siesta y las vendas negras… y, en fin, el amor al amado (“desde que tú te has ido, mis manos tienen frío por no tener tus manos”) y a los animales (”qué sola muere mi gata Luna, qué sola y triste vivo yo”). Un deslumbrante mundo lírico.


Lamentablemente hay que añadirla ese fatídico club internacional de los 27. Murió a esta edad, víctima de la carretera en el verano de 1976 cuando regresaba de un bolo en Vigo. España, su querida España, la lloró y la sigue llorando. El pasado día 9 de este mes de noviembre, un copioso elenco de músicos, treinta de cuatro generaciones distintas, entre ellos Miguel Ríos, Ana Belén, Cristina Rosenvinge o Amaral, le tributaron, según las crónicas, un gran homenaje en el que quedó patente la pervivencia de su figura, de su música y de su verso de oro. También la pena por su temprana y malhadada desaparición: “Si la vida es absurda, más absurda es la muerte, y con veintisiete años es un insulto”, proclamó Miguel Ríos en el escenario. ¡Cuánta razón!



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