Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

El diablo sobre ruedas búlgaro

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VIAJE EN COCHE DESDE ZARAGOZA A GRECIA ATRAVESANDO LOS BALCANES (9)


Melnik (Bulgaria)


Entre Plovdiv y Melnik, la región de los buenos vinos búlgaros, hay 300 kilómetros de carreteras espectaculares, con el asfalto pelado o carcomido por el descuido de años, continuas curvas, subidas por escarpadas colinas que comunican plácidos valles y que permiten descensos vertiginosos que ponen los pelos de punta.


Lago en los Montes Ródope. Fotografía de Gervasio Sánchez


En un tramo del viaje me topo con un camión a gran velocidad. La carretera es angosta, hay continuas curvas en bajada y tengo dificultades para mantener su ritmo durante muchos kilómetros.


Además, el conductor entra en las curvas pisando e, incluso, ocupando el carril contrario. Su visión de la carretera es mucho mejor que la de alguien que circula en un vehículo mucho más bajo, pero su descaro no deja de sorprenderme.


En un par de ocasiones puedo pasarlo, pero me lo pienso dos veces. Parece un diablo sobre ruedas búlgaro. Sí me ha venido a la cabeza la magistral primera película (en realidad la hizo para la televisión) de Steven Spielberg, cuyo título original, Duel, fue traducido por El Diablo sobre ruedas en España cuando se estrenó hace cuatro décadas.


La trepidante y terrorífica persecución de la película entre el protagonista y el misterioso camión conducido por alguien a quien nunca se le ve la cara me convence de que es mejor seguirlo a cierta distancia y con mucha prudencia hasta que se pare o cambie de rumbo. O se estrelle contra alguien que venga de frente con tantas narices como él.


Cuando el aburrimiento está a punto de vencerme, el camionero se echa a un lado en un arcén de tierra y me permite pasarlo. Le doy las gracias con un par de bocinazos y acelero no sin dejar de mirar por el retrovisor. ¿Y si ahora decide que mi vida sea de película y empieza a perseguirme? Acelero en un par de rectas y, al ver que no me sigue, me relajo.


El cine de terror nunca me ha gustado. Me encantan algunas películas clásicas como Nosferatu, de F.W. Murnau o M, el vampiro de Dusseldorf, de Friz Lang. Pero les aseguro que no me verán viendo una película de terror si estoy solo en casa o tengo que regresar de un cine sin que haya nadie de mi familia.


Me ocurre desde que vi El Resplandor, de Stanley Kubrick el día del estreno en Barcelona en diciembre de 1980 cuando estudiaba segundo de Periodismo. Faltaba dos o tres días para las Navidades. Era viernes y mis compañeros con los que compartía piso se habían marchado a sus casas. Me quedé para ver la película, que me encantó, pero pasé una de las peores noches de mi vida.


No pude dormir y me fui a la estación de trenes a coger el primero que salía hacia Tarragona, donde vivían mis padres. Todavía recuerdo la cara de sorpresa de mi madre al verme tan pronto. Le dije que había quedado con amigos para organizar las vacaciones.


Campesinos en Dolen. Fotografía de Gervasio Sánchez


Pero estamos en Bulgaria, en las montañas del sur, los Montes Rodope y los Montes Pirin, ya a salvo del potencial diablo sobre ruedas, recorriendo la tracia búlgara, camino de Devin, una de las principales ciudades balnearios de Bulgaria, donde se produce la primera marca de agua embotellada del país. Bulgaria es un buen lugar para relajarse en algunos de sus espléndidos balnearios.


Seguimos una ruta que nos ha recomendado mi amiga Paulina que nos permite visitar una serie de aldeas (Dospat, Dolen, Kovacevica) varadas en un tiempo lejano. Quizá Kovacevica es algo más ordenada gracias al dinero que ha llegado de la Europa comunitaria y que ha servido para rehabilitar decenas de casas ruinosas, hoy reconvertidas en casas de huéspedes sobre todo para visitantes búlgaros.


Paisaje de los Montes Pirin. Fotografía de Gervasio Sánchez


Encontramos un hotel situado en un bellísimo enclave con habitaciones con terrazas que facilitan la visión fascinante de una gran tormenta que descarga con intensidad durante una hora, y con un buen restaurante que ofrece un excelente vino local y una atención poco común en este país que necesita desarrollar sus protocolos turísticos si quiere dar el gran salto al turismo internacional.


Melnik es el lugar ideal para deleitarse con los buenos caldos búlgaros, hacer noche antes de entrar en Grecia, a 20 kilómetros, y visitar el espléndido monasterio de Rozen, uno de los más auténticos que he visto en Bulgaria.


Aunque la población no supera los 400 habitantes casi un centenar de sus construcciones son monumentos culturales. La erosión ha provocado curiosas formaciones que parecen pirámides y algunas casas parecen suspendidas entre montículos de arenisca.


Formaciones que parecen pirámides en Melnik. Fotografía de Gervasio Sánchez


Melnik estaba habitada hace un siglo por 20.000 habitantes, muchos de ellos griegos. Durante las guerras de los Balcanes justo en los años anteriores al inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914, la ciudad sufrió un incendio que la quemó entera. Muchos habitantes griegos fueron obligados a reubicarse.


Al monasterio de Rozen, construido en el siglo XIII y destruido en varias ocasiones por los otomanos en los siglos posteriores, se puede visitar en coche o andando. La visita a pie te obliga a ascender 800 metros y a caminar durante 20 minutos para luego refrescarte en la fuente de la que brota agua helada.


Antes de iniciar el periplo griego tengo que decir que Bulgaria se merece un largo viaje. Si te gusta el arte la disfrutarás. Si te gusta la naturaleza, el senderismo y los paisajes rocosos también. La calidad-precio es excelente. Se puede dormir por 25 o 30 euros la doble y se puede comer por cinco o seis euros. Se puede disfrutar con precios olvidados en la Europa de los ricos desde hace décadas.

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