Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

¿Pero qué demonios tiene AC/DC?

Visto y no visto. En un pis pas, AC/DC despacharon aproximadamente 150.000 entradas para sus conciertos en España, allá por mayo-junio de este año. Dos Calderones y un estadio Olímpico 'vendidos' en minutos. Récord olímpico que añadir a los Springsteen, Rolling, U2…


¿Pero qué demonios tienen estos australianos para semejante tirón popular, y ya sesentones o casi (Angus pisa el seis el próximo 31 de marzo)? Toda su discografía, que no es corta precisamente, es un compendio, podría decirse, de canciones mellizas, tan parecidas unas a otras que configuran un largometraje una y mil veces visto.


Desde aquel primer álbum en Europa, 'High Voltage' (1976), al último, 'Rock Or Bust' (2014), este 'gemelismo' aflora permanentemente. Que me refresquen la memoria o me corrijan sus más fieles seguidores, pero no recuerdo una sola balada insertada en esos discos u otra pieza que se salga de ese carril que aúna el rock con el blues y el hard-rock, como, por ejemplo, trazaron ejemplarmente Led Zeppelin. No lo podrán hacer: como Ramones, AC/DC es el único grupo que no tiene una sola balada. Y al cabo de 40 años sigue explotando la misma fórmula, esa fórmula singular, maciza, que aúna aceradas melodías de tono cuasi hooliganesco con ritmos cañoneros, con esa voz etilizada, esa guitarra siempre rugiente y en primer plano y esa sobriedad sonora envuelta en una energía voltaica.


No hay más, sonido de acero, pero ahí está la sustancia, el quid: con estas armas tan elementales, los australianos conectan de forma inmediata con su público, ávido de sudor, vatios y diversión. Hablan de público de clase obrera, pero el precio de las entradas (75-80 euros) no es precisamente proletarial. Lo que significa que el rock y el heavy en particular son más transversales y menos clasistas de lo que se cree.


Luego, hay un factor cotidiano también notable: en el rock, como en otras artes y en tantos aspectos de la vida, hacer las cosas bien aunque se repitan cada día y siempre tengan el mismo sabor, como hacen el panadero o el churrero de la esquina, da dividendos; no siempre hay que colocarse al borde del abismo o subirse al alambre para el más difícil todavía. Desde los tiempos en que se trasladaron a la Inglaterra del punk, en la que le mojaron la oreja a los mismos Pistols, Angus Young y compañía siguen aferrados a esa fórmula. Ese es su éxito: la fidelidad a su sonido básico, a sus principios.


La fórmula es, por otro lado, tan segura y fiable, tan pétrea, que salvo la ausencia del colegial Angus no la rompería la espantada de cualquier otro miembro. De hecho, salvaron la muerte de Bon Scott con la entrada de Brian Johnson y estos mismos próximos conciertos es posible que solo toque uno solo de los miembros fundadores, exactamente el mismo Angus Young. Su hermano Malcom, el verdadero artífice del grupo en sus inicios, ha tenido que dejar la música por demencia, amén de problemas pulmonares y cardiacos, el batería Phil Rudd se las tiene que ver en juicio por la acusación de asesinato a través de un sicario, el bajista Cliff Williams es sustituto, aunque lejano, de Mark Evans, y el cantante Brian Johnson, como es sabido y ya se ha mencionado, sustituyó a Scott en 1980.


No importa, mientras el menudo Angus –quien, por cierto, con su 1,60, tiene que utilizar una Gibson de tamaño reducido- no falte en las filas del grupo, la supervivencia de AC/DC está asegurada. En él, en la energía que derrocha, en su estampa escénica de rebelde colegial, estampa que precisamente escogió como repulsa y burla a sus años escolares, en su pasito chuckberriano tocando la guitarra, en la sencillez que él y sus colegas transmiten de colegas barriales y en esos truenos sonoros que sueltan en el escenario y en los discos, aunque prácticamente todos tengan la misma intensidad y sean mellizos, en esa gratificante fórmula de fosilización del rock y en la pirotecnia escénica, estriba fundamentalmente el éxito de los australianos, el porqué de esas 150.000 entradas vendidas en España para los días 29 de mayo (Estadio Olímpico de Barcelona), 31 de mayo y 2 de junio (Vicente Calderón de Madrid). La furia bruta e inoxidable del rock apretando con hipertemia sanguinaria en la autopista al infierno.

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