Blog La voz de mi amo

por Matías Uribe

Lou Reed, el 'ángel negro' se va

En su vida personal y en sus discos está resumida la leyenda perversa y maligna que ha perseguido al rock durante décadas. Lou Reed, que ha muerto hoy a los 71 años, iba para profesor de Literatura y acabó enseñando las artes malévolas de una música maldita, negra y repudiada, bañada en las sombras de la droga, la autodestrucción, el exceso. Siempre anduvo en el abismo. Valga el tópico: su vida misma fue durante muchos años, desde que a los 17 años sufrió el primer electroshock contra las drogas, la crónica de una muerte anunciada. Él mismo confesó, en 2003, cuando sacó aquel enrevesado álbum sobre poemas de Poe, 'The Raven', que no se explicaba cómo todavía estaba vivo.


Su extensa discografía es un pozo sin fondo de canciones monumentales, de crónicas desabridas con las que el rock cambió fulminantemente de lenguaje en las postrimerías de los sesenta, sacando a la superficie las miserias del submundo urbano. En los setenta tuvo en sus manos todos los boletos para irse al otro mundo y en los ochenta su música se perdió entre la mediocridad y el olvido. Superó, sin embargo, ambos crudos embates: el lance destructor de las drogas en los ochenta y el apagón de creatividad en los noventa.


Nacido en Long Island, Nueva York, el 2 de marzo de 1942, en plena adolescencia y mientras asistía al instituto tuvo como cualquier principiante sus escarceos con grupos que se fundieron tan rápidamente como se crearon, lo que le llevó a olvidarse por el momento de la música y a matricularse en la Universidad de Syracusa como alumno de Literatura. En el 64 se encontró con John Cale en Nueva York, un galés excéntrico becado para estudiar música clásica en la ciudad norteamericana y ambos coincidieron en montar un grupo de rock que pronto empezó a actuar por pubs y garitos de la ciudad. Andy Warhol los vio en uno de ellos y dado que andaba inventando un espectáculo multimedia con música, danza, teatro, pintura y proyecciones cinematográficas les convenció para que se unieran a su Exploding Plastic Inevitable. Nació entonces, en el seno de aquel polémico y transgresor colectivo, la Velvet Underground, grupo oscuro, difícil y atrevido que en pleno brote de las flores contraculturales de la Costa Oeste tiró por el lado contrario, por el cuero negro y la música sombría. La excelsa tetralogía discográfica que salió de aquella extravagante conjunción -"Velvet Underground & Nico" (67), "White Light / White Heat" (68), "The Velvet Underground" (69), "Loaded" (70)- tuvo como premio momentáneo el esquinamiento y el fracaso comercial pero a cambio sentó las bases del rock futuro, lo que curiosamente le llevaría a vender más discos durante los ochenta que en sus años de existencia.


Pero andaban Lou Reed y el resto del grupo a la greña y sin un duro y la Velvet saltó en pedazos en el 70 por lo que un año después Lou Reed decidió emprender su propio camino musical. Un camino inicialmente lleno de espinas y autodestrucción personal pero alentador de los tres discos más grandes que jalonan la carrera del neoyorkino y puede que de la misma historia del rock: "Lou Reed" (72), "Transformer" (72) y "Berlin" (73). En ellos está resumido el credo musical y literario de toda la carrera del gran poeta urbano del rock, como desde entonces empezó a llamársele al neoyorkino. Crónicas duras sobre las drogas, la violencia, el suicidio y el sexo en una época de ambigüedad y crepitación rockera. Y canciones desmesuradas en inteligencia y crudeza: "Lisa Says", "Vicious", "Walk On The Wild Side", "The Kids", "Berlín", "Sad Song"...




Estructuralmente, no eran, sin embargo, discos complejos, estaban basados en esquemas simples, pero muy efectivos. Él mismo lo confesaba en el doble recopilatorio de su vida musical editado en 2003: “Aunque tengas el coeficiente intelectual de una tortuga puedes tocar cualquier canción de Lou Reed, de verdad... Para mí, los ritmos de tres cuerdas son suficientes, no me interesa aprender a componer con más cuerdas”.


Con aquella trilogía y con el brutal 'Rock'n'roll Animal' (74) sentó las bases del rock presente y futuro. Hasta que él llegó, en el rock angloamericano primaban los textos más o menos optimistas, apenas comprometidos y abundantemente rayanos en la insustancialidad más absoluta. Lou Reed, sin embargo, le inyectó crudeza a esos textos, poblándolos de seres marginales, duras metáforas y temas hoy todavía escabrosos: heroína, homosexualidad, suicidio, travestismo... Musicalmente, el rock más chirriante nació de sus hallazgos con la Velvet Underground, un grupo revulsivo y apenas entendido en su momento pero fuente posterior para toda una legión de grupos que aprovecharon sus enseñanzas para buscar caminos de expresión más espinosos. Aquí, en España, Burning fueron sus primeros y mejores discípulos.


"Rock & Roll Animal" (74), probablemente el mejor disco en vivo de la historia, puso más cerca de los ojos de todo el mundo el aspecto destructivo de aquel individuo paranoico que noche tras noche añadía unas gotas más a su pócima suicida cabalgando por el lado salvaje de la vida y la música. Después siguieron llegando nuevos álbumes y con ellos el bajón progresivo de su música y su figura. "Sally Can´t Dance" (74) y "Coney Island Baby" (76), con su sereno dramatismo, rayaron todavía a buena altura, especialmente el segundo, otra obra maestra del neoyorkino, pero con "Rock´n´roll Heart" (77), "Street Hassle" (78) y "The Bells" (79) amén de aquella previa esquizofrenia ferrallera que fue "Metal Machine Music" (75), y ya en pleno hervor punk y nuevaolero, comienza el desmoronamiento.


Discos de los ochenta: "Growin Up In Public" (80), "The Blue Mask" (82), "Legendary Hearts" (83), "New Sensations" (84) y "Mistrial" (86). Todos ellos, salvo 'The Blue Mask', son perfectamente olvidables, convierten su nombre en un icono ambulante del pasado con pocas cosas que decir a las nuevas generaciones pero con un aura de perversidad que su audiencia quería ver relucir al precio que fuese. En su vuelta a España, en el 79, la afición madrileña no le perdonó un largo retraso en el inicio de su actuación y ello fue motivo suficiente para echarlo a botellazos del escenario y quemarle el equipo de sonido. El rock sufría la hemorragia de la violencia punk y qué mejor estandarte que el de Lou para ensañarse con él.




El trasvase de aquella punzante música al escenario producía los espasmos más escabrosos e iconoclastas que hasta entonces se habían visto sobre las tablas. La estampa del cantante simulando la inyección de una dosis en 'Heroin' estremecía, consta en los manuales visuales del rock como una de las imágenes más duras e icónicas. Pero, frente a esta dureza formal, Lou Reed fue, sin embargo, capaz de construir auténticos embalses de sensibilidad musical a lo largo de sus abundantes piezas melódicas. 'New York' (89) consumó su forma de andar también por el lado sensible del rock. El Lou Reed lúcido y vitriólico de "Berlín" volvió armado con un puñado de canciones más fustigadoras que nunca contra la presión de los gobernantes y de los propios tormentos personales del individuo. Con él, al filo de los noventa, se produjo su resurrección.


La inspiración musical de este grandioso disco quedó rebajada en el compartido con John Cale en homenaje a Andy Warhol, "Songs For Drella" (90) y con su continuación, un "Magic & Loss" (92) depresivo escrito bajo el influjo doloso de dos amigos muertos por el cáncer, ello sin contar la polémica resurrección de la Velvet en el 93 y el directo "MCMXCII". "Set The Twilight Reeling" (96) tampoco arregló mucho las cosas aunque "Ecstasy", volvió a ponerlo de nuevo en su sitio, si bien con algún borrón que otro: los 17 minutos de "Like A Possum", basados en un reiterativo riff de guitarra de tres notas, no eran su nuevo "Sister Ray" como más de uno nos habíamos hecho ilusiones sino una solemne tomadura de pelo. Lo que en modo alguno empañó su dilatada carrera de poeta y cronista rockero de la oscuridad, que continuó con discos como el enrevesado y duro de asimilar, 'The Raven' (2003) sobre textos de Edgar Alan Poe y colaboraciones de Bowie, Ornett Coleman o Laurie Anderson, o el último, 'Lulu' (2011), grabado junto a Metallica.


A lo largo de los setenta Lou Reed encarnó la estampa más autodestructiva de un cantante de rock sobre el escenario. Sus actuaciones casi llegaban a anunciarse como escaparates fúnebres en los que de un momento a otro se produciría el último suspiro de la estrella. El cronista del viejo Vibraciones dejó constancia de la decadencia física del artista en aquella primera visita a Madrid, en la primavera del 75: “Le rodea un alucinante trasiego de individuos que le preparan y le empujan a la tarima: le he visto literalmente sujeto por las axilas: espectro sonámbulo trasladado semi inconsciente frente a las rutilantes luces...”. Y él aún subía la temperatura de la destrucción simulando el pinchazo de la vena mientras cantaba “voy a tratar de anular mi vida porque cuando la sangre empieza a fluir cuando sube hasta el cuello de la jeringuilla, cuando estoy cercando a la muerte nadie puede ayudarme”. Y luego lanzaba esa jeringuilla a las primeras filas.


Estampa tan perversamente suicida y provocadora no la hubo nunca en el rock. Y, sin embargo, como una vez le dijo Valle Inclán a Belmonte, el Príncipe de las Sombras no murió en el ruedo para ser el mito perfecto: siguió vivo para contarlo. O Lou Reed fue un actorazo de primera interpretando su malditismo o la Divina Providencia le tendió un manto salvador de órdago. Cuando en los noventa se avino a recordar aquellos años turbulentos dejó el enigma en el aire: “Que la gente siga imaginando”.


Lou Reed pasa a la historia por aquella aterradora imagen pero el rock tendrá que recordarle por algo más importante, por sus discos y sus canciones, por sus hallazgos y no por morbosidades pasadas, felizmente olvidadas hace años (vivía en el campo con su musa, la vanguardista Laurie Anderson). El neoyorkino cambió el lenguaje del rock, dándole voz al submundo de las grandes urbes y a la frágil interdependencia sentimental de sus pobladores más marginales. En este sentido siempre se ha considerado casi más escritor que músico, quizá por mantener fresca la memoria de que antes que cantante quiso ser literato. Influenciado por su viejo profesor y amigo Delmore Schwartz –“decía mucho en pocas palabras”- y por la forma de su admirado Raymond Chandler de narrar conceptos rápidamente, Lou Reed es dueño de un perfecto prontuario de literatura pop que unida al ruido de las guitarras han hecho de él una fuente a la que permanentemente siguen acudiendo decenas de artistas en busca de inspiración. Aquí, Burning y Ramoncín pillaron lo que pudieron y hasta la misma Olvido Gara se adueñó del nombre de la desgraciada protagonista de “Caroline Says”, adoptando el de Alaska.


Lou Reed era un individuo seco, huraño, inexpresivo, como ausente en el escenario pero sus actuaciones encerraban fanegas de tensión rockera. Tuvimos constancia de ello en Zaragoza, en el año 2000, comprobando algo increíble, casi milagroso: las estatuas de mármol también emitían electricidad.


En España conoció los efectos de nuestra propia idiosincrasia y de nuestros regidores: le censuraron su brutal 'Rock'n'roll Animal', una banda de vándalos, como queda dicho anteriormente, lo echó a botellazos de un escenario madrileño y le quemó el equipo, y con Nazario se las tuvo tiesas a raíz de la carpeta que dibujó para el doble en directo 'Take No Prisoners'. No fueron sino insignificantes puntadas del ajetreo provocador, genial, anfetamínico, con el que el 'ángel negro' tejió su música y su propia vida.


http://www.youtube.com/watch?v=r9vfCg_OnTE


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