Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Sierra Leona, la paz amputada

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Mi relación con Sierra Leona empezó en mayo de 1996 cuando vivía una primavera tranquila después de años de fatiga bélica. Sus habitantes eran encantadores y sus playas bellísimas. Apenas pasé un par de días en el país en tránsito hacia Liberia. No me podía imaginar que años después regresaría para enfrentarme al horror puro.


La guerrilla sierraleonesa lanzó una ofensiva contra la capital a principios de enero de 1999. Una cuarta parte de la población huyó de sus aldeas y se concentró en la capital Freetown. Sólo un grupo reducido de periodistas acudimos a informar sobre aquel conflicto protagonizado por niños soldados que cortaban brazos, violaban y arrasaban con todo lo que encontraban a su paso.


A las pocas horas de nuestra llegada ya habíamos sido testigos de escenas difíciles de describir. Los equipos de emergencia del Ministerio de Salud apilaban y retiraban los cadáveres comidos por los buitres en carretas que movían a empujones. Parecía una escena sacada de una película basada en una época remota.


Decenas de heridos de bala o machete llegaban al hospital en carretillas, en hombros o en brazos con las heridas infectadas. Tardaban hasta diez días en atravesar las líneas de confrontación. Estudiantes de medicina operaban sin anestesia en un pequeño cuartucho cubierto de charcos de sangre. Los gritos de los heridos se escuchaban a centenares de metros. Los más graves tenían derecho a una habitación. El resto era mandado a sus casas aunque hubiesen sufrido una amputación.


Una mañana se produjo un gran tumulto en el centro de la ciudad. Una chica empezó a correr aterrorizada. Los soldados la persiguieron y le dispararon a bocajarro. Dimos la vuelta a la manzana y regresamos al lugar cuando estaban lanzando su cadáver al fondo de un camión.


El oficial nos aseguró que se trataba de una rebelde. “Mis soldados la estaban registrando y empezó a sudar. Es la prueba de que pertenecía a la guerrilla”, nos dijo muy en serio. Habíamos visto como sobaban a las mujeres jóvenes y a las menores en los controles militares.


Un civil sierraleonés fue un herido con un machete en enero de 1999. Fotografía de Gervasio Sánchez


Otro día nos topamos con un camión repleto de civiles con los brazos cortados. Vimos el horror incrustado en sus ojos. Nadie se quejaba salvo un niño de corta edad que había recibido un disparo en la pierna.


Algunos habían conseguido tapar con vendas ensangrentadas las heridas, pero otros mostraban manos a punto de desprenderse de las muñecas o muñones de los que habían desaparecido los dedos arrancados con tajos precisos. Dos mujeres mostraban cortes profundos a la altura de sus vaginas.


La confusión provocó que me dieran por secuestrado durante unas horas junto a mi compañero Ramón Lobo. El error salpicó los teletipos sobre las una de la tarde y varios informativos abrieron sus emisiones con la noticia falsa. Hay una norma no escrita que obliga a los compañeros a no informar sobre este tipo de hechos antes de que las familias sean alertadas, pero en Sierra Leona no se cumplió.


Al final el verdadero secuestrado fue Javier Espinosa de El Mundo. Durante cuarenta y ocho fue retenido por un grupo guerrillero que buscaba protagonismo. Intentamos tranquilizar a su familia aunque nos sentíamos muy preocupados después de haber visto durante varios días cómo actuaba una de las guerrillas más brutales del mundo.


Dos días después los guerrilleros liberaron al periodista. Conseguí que entrase en exclusiva en la Cadena Ser sin advertirle de que había mucha preocupación en España. Con un tono festivo muy suyo (siempre ha huido del protagonismo) quitó hierro a lo que había vivido e ironizó: “Los guerrilleros controlan la fábrica nacional de cerveza y me he tenido que beber al menos veinticinco botellas, yo que no bebo nunca. Estuve a punto de entrar en un coma etílico”. Dos días después regresábamos todos a casa.


Un año más tarde volvimos a Sierra Leona en otro rebrote bélico. De nuevo la guerrilla había avanzado hasta los aledaños de la capital y amenazaba con asaltarla. El caos era generalizado. Había decenas de periodistas porque Gran Bretaña había mandado un barco de guerra con centenares de miembros de sus fuerzas especiales.


En ese viaje viví el peor día de toda mi vida en zonas de conflicto. Tuve que identificar el cadáver de mi amigo Miguel Gil, muerto en una emboscada, en la que también murió Kurt Schork, corresponsal de la agencia Reuters. Nunca olvidaré su cuerpo dormido sobre una fría losa en la morgue de Freetown.


Ataúd con los restos del periodista Miguel Gil muerto en una emboscada en mayo de 2000. Fotografía de Gervasio Sánchez


Nos habíamos conocido en Bosnia cuando acababa de abandonar un buen trabajo de abogado en Barcelona, habíamos trabajado juntos durante semanas en Kosovo en 1998 y 1999 y había conseguido el respeto de toda la profesión en apenas seis años de trabajo intenso.


Un día antes de que lo matasen le había enseñado mi último libro en la habitación de su hotel y nunca he olvidado como pasaba las yemas de sus dedos por los rostros de varias víctimas infantiles que agonizaban en mis imágenes. Escribí, entonces, que los actos de los hombres duermen en la memoria de sus amigos, y siempre he recordado que él fue uno de uno de los periodistas imprescindibles.


La muerte de Miguel Gil hizo crecer mi interés por Sierra Leona. Aquel día estaba visitando el campamento donde vivían centenares de niños soldados que habían dicho adiós a las armas. Había escuchando el testimonio estremecedor de Sheku Jalloh, un niño soldado que había visto cómo mataban a sus padres y a sus tres hermanas. “Intenté escaparme, pero me amenazaron con desollarme vivo. Me dieron instrucción militar, me entregaron un fusil y empecé a matar”, resumió el pequeño al final de su estremecedor relato.


Los fuertes intereses económicos surgidos del negocio del diamante habían sido la principal causa de la cruenta guerra sierraleonesa. El 90% de su producción, valorada en 200 millones de dólares, desaparecía de forma ilegal. Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Suiza y otros países desarrollados no eran capaces de establecer sistemas de control efectivos para evitar el mercadeo ilegal de diamantes.


A finales de 2000 regresé de nuevo a Sierra Leona. Necesitaba rebuscar en aquel país las respuestas a tantas preguntas que me hacía desde la muerte de Miguel Gil. Soñaba con él a menudo y siempre veía su rostro sin vida hasta que una noche en el país africano me desperté muy alterado y le grité: “Por fin apareces vivo. Gracias”.


Los amputados habían sufrido más que el resto de la población. Muchos campesinos habían perdido una o las dos manos y vivían desesperados en un gran campamento en el centro de la ciudad. Parecía una vitrina del horror. Muchos salían a las calles a mendigar. Al principio hubo un interés mediático por este peculiar drama. Pero pronto las víctimas más visibles de aquel conflicto fueron olvidadas. La mayoría se convirtieron en mendigos para siempre.


Conseguí encontrar a varios de los amputados que había conocido en enero de 1999. Víctimas de la lotería macabra impuesta por los soldados infantiles intentaban vivir con normalidad. Algunas de aquellas historias me sirvieron para concluir que el ser humano tiene una increíble capacidad de aguante.


La amputación como arma de guerra (1) Publicado el 18 de marzo de 2001


La amputación como arma de guerra (y 2)




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