Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Vidas Minadas

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Dice un proverbio indio que “la más larga caminata comienza con un paso”. Mi primer paso en el proyecto que se acabó llamando Vidas Minadas lo di tras el curioso encargo realizado por una revista del corazón en septiembre de 1995 que me permitió zambullirme en un submundo de horror y desolación. Durante dos semanas fui testigo en Kuito (Angola) de las gravísimas secuelas que provocan las minas antipersonas entre la población civil.


Ejércitos de mutilados formados por hombres, mujeres y niños se paseaban por un enclave de ruinas modernas después de sobrevivir a un cerco más salvaje que el de Sarajevo. Entonces morían o eran mutilados por diminutos “guerreros” ocultos que carecen de sentimientos, pero que son letales a la más leve presión.


A cualquier hora del día o de la noche era imposible pasear por una calle de aquella ciudad sin que te topases con un mutilado. Tres mil personas, el 3% de la población, había sufrido un encontronazo con una mina. Centenares habían muerto sin recibir asistencia durante su agonía. Había tantas minas que los potenciales auxiliadores hubieran saltado por los aires.


El encargo que me había hecho el dueño de la revista del corazón era sencillo: contar la historia de un niño o una niña víctima de una mina. Se había comprometido a publicar el reportaje como yo quisiera y, por primera vez en mi vida profesional, un medio de comunicación me había ofrecido un generoso adelanto para los gastos.


Elegí la historia de un adolescente llamado Adelino Chimoco que había perdido su pierna siendo un niño y cuyo padre había muerto al accionar una mina. Nunca olvidaré el día en que el muchacho se paró en un sendero y me señaló unos huesos a unos cinco metros escondidos entre hierbajos de un metro de altura: “Son de mi padre. No pudieron salvarle, agonizó y murió sin ayuda. Esa es su tumba”.


Aquel viaje a Angola cambió radicalmente mi perspectiva periodística. Estaba cansado de fotografiar a moribundos anónimos a los que ni siquiera se les preguntan su nombre porque a nadie le importa.


La muerte de un ciudadano occidental repercute más que la de miles de africanos, asiáticos o latinoamericanos. Alguien de aquí muere allí y no sólo pasa a la posteridad sino que llegamos a conocer hasta el color de los ojos de su hijo más pequeño.


Mir Agha, un niño huérfano de 13 años, perdió las dos piernas tras accionar una mina antipersona. Murió un mes y medio después en un hospital de Kabul . Fotografía de Gervasio Sánchez


Alguien de allí muere aquí y se convierte en un número más. Y si muere allí ni entra en las estadísticas. Porque ni siquiera hay una numeración ordenada y correlativa de esos muertos. Hemos aprendido a sumar a las víctimas del llamado Tercer Mundo de miles en miles.


En los siguientes meses viajé a Camboya y Bosnia-Herzegovina y me centré en documentar el drama de los mutilados. En abril de 1996 presenté un borrador de proyecto fotográfico a las ocho organizaciones humanitarias que formaban la recién creada campaña contra las minas anitpersonas. Tres de ellas, Intermon Oxfam, Manos Unidas y Médicos sin Fronteras, aceptaron el reto y financiaron un proyecto en el que estuve sumergido durante dos años.


“La crónica de la humanidad es una lista de violencias”, explica el gran escritor portugués Miguel Torga en su obra cumbre “La creación del mundo”. Mi personal lista se amplió con Afganistán, Mozambique, El Salvador y Nicaragua. Siete países de cuatro continentes muy afectados por la lacra de las minas me sirvieron para preparar un armazón gráfico que sirviese para denunciar la cruda realidad que afecta a millones de seres humanos.


Quería reflejar las condiciones generales del problema pero también personalizar el dolor. La elección de los protagonistas de estas historias fue siempre casual. La historia del camboyano Sokheurm Man se inició con la primera fotografía que le hice en el hospital. Tuve que presenciar un día después cómo le amputaban su pierna derecha. Al bosnio Adis Smajic lo fotografié en el hospital de Sarajevo dos días después del accidente. Estaba gravemente herido, pero me preguntó de dónde era cuando me escuchó hablar con los médicos. A Sofia Elface Fumo la encontré en un centro ortopédico cuando estaba a punto de cambiar sus primeras prótesis con 13 años.


He de reconocer que mi intención no fue solo ilustrar e informar sino provocar remordimiento. El resultado de mi trabajo, un libro y tres exposiciones, fue un alegato contra el cinismo y la desidia de la clase política. Me parecía que nuestros políticos siempre se mostraban (se muestran) impasibles ante los graves problemas.


Cuando presenté el proyecto no tuve piedad. Empecé a nombrar a niñas y niños con las manos o piernas taladas con nombres difíciles de pronunciar y fáciles de olvidar. Me centré en Mir Agha, un niño huérfano de 13 años que pastoreaba con sus raquíticas ovejas al norte de Kabul cuando el 1 de agosto de 1996 pisó una mina que le destrozó ambas piernas y le produjo desgarros incurables en el estómago y los intestinos.


Lo había visto sufrir un verdadero asedio médico con el objetivo de salvarle la vida hasta que un mes y medio después de su accidente murió y hasta su hermano gemelo, que lo acompaño todos los días y todas las noches, se alegró del desenlace después de una agonía insoportable.


Después de contar la historia de Mir empecé a nombrar a los hijos de los más altos cargos políticos del gobierno español de entonces encabezado por el popular José María Aznar y del anterior de Felipe González. También nombre a los hijos de los portavoces de todos los grupos parlamentarios.


Quería que los responsables del secretismo en los negocios de armas (España y la mayoría de los países europeos exportaban millones de minas) sintiese en su propia piel el impacto del dolor de las víctimas. “Sí señores políticos, podrían llamarse como sus hijos porque la única diferencia entre estos niños mutilados y sus hijos es que unos han nacido en un mundo bochornosamente privilegiado y otros han sido condenados a la más descarnada de las brutalidades”, les dije.


Siempre he considerado que se es culpable por acción o por omisión. Cuando los gobernantes de un país aprueban la venta de armas a países en conflicto ante la pasividad del resto de grupos parlamentarios están participando en las muertes que esos engendros provocan. Les guste o no.


Mi intención también fue criticar a los medios de comunicación por la superficialidad con la que abordaban los temas bélicos como si la guerra fuera un gran espectáculo. Me rondaba una gran reflexión de la pensadora Susan Sontag: “Las sociedades industriales transforman a sus ciudadanos en vaciaderos de imágenes que es la forma más irresistible de contaminación mental”.


Una de mis reflexiones favoritas pertenecía a Albert Camus: “Debemos comprender que no podemos escapar del dolor común, y que nuestra justificación, si hay alguna, es hablar mientras podamos, en nombre de los que no pueden”.


Heraldo de Aragón publicó la exclusiva de aquel proyecto en noviembre de 1997. También publicó una segunda parte cinco años después en 2002 y diez años después en 2007. Sigo trabajando en este proyecto con los mismos protagonistas. Estoy  seguro de que Heraldo de Aragón publicará Vidas Minadas, 25 años en noviembre de 2022.


Vidas Minadas (1) Publicado el 23 de noviembre de 1997


Vidas Minadas (2)


Vidas Minadas (3)


Vidas Minadas (y 4)


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