Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Chile en Sarajevo

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Cuando uno pasa semanas en una ciudad cercada su principal angustia es evitar que las crónicas se repitan. La nomenclatura bélica es muy repetitiva. La rutina embarga la vida de los ciudadanos. Las víctimas, que tienen nombres distintos, tantas veces difíciles de pronunciar y fáciles de olvidar, mueren por las mismas causas.


Buscar historias diferentes se convierte en una obsesión para el periodista. A mí nunca me ha pasado en Heraldo de Aragón en 25 años de relación, pero tengo buenos amigos que han escuchado al otro lado del teléfono: “Estamos cansados de muertos en Sarajevo”;”El director dice que paremos por unos días”; “El público quiere historias más esperanzadoras”.


Es cierto que el responsable de una sección tan compleja como Internacional tiene que bregar con textos fechados en los lugares más inverosímiles. Que a veces la competencia por el poco espacio obliga a tomar decisiones salomónicas. Pero siempre me ha indignado la actitud de aquellos periodistas que intuyen lo que quiere el lector: “No le gusta las historias largas porque no tiene tiempo para leerlas”; “No quiere que le compliquen la vida con datos”; “Hay que dárselo todo mascado”.


Cuando yo empecé en este oficio hace 30 años los reportajes ocupaban el triple de espacio que hoy. Es verdad que las páginas quedan más bonitas y limpias con los nuevos diseños y la maquetación más ágil. Incluso el cuerpo de letra es más asequible para personas que, como yo, tenemos la vista cansada y necesitamos gafas para leer.


Pero pareces que estás asistiendo al funeral del texto que estás leyendo: mañana, qué digo, unas horas después ya no sirve. Incluso cuando se estaba imprimiendo el periódico en la rotativa estaba más muerto que vivo. Por eso es tan importante que un diario tenga su propia cobertura sobre cualquier tema y que sea responsabilidad de un periodista especializado. Para que las páginas no nazcan muertas.


En septiembre de 1992 llevaba seis días en Sarajevo cuando Julio Alonso, colaborador de Antena 3, me habló de “una yugoslava que vivió en Chile y que habla perfectamente español con el deje del país sudamericano”. Me pasó la dirección y al día siguiente la visité.


Mis primeros trabajos periodísticos decentes los hice en el Chile de Pinochet entre noviembre de 1986 y febrero de 1987. Mi primer texto escrito en este diario fue en marzo de 1987, días antes de que El Papa visitara ese país. Durante aquellos tres meses realicé varios reportajes sobre las violaciones de los derechos humanos y los desaparecidos, un tema que me obsesiona desde que era un estudiante de Periodismo.


Mayra estaba temblando cuando me abrió la puerta y me invitó a pasar. Un proyectil había estallado el día anterior muy cerca y varias esquirlas habían salpicado la pared exterior a la altura del ventanal del comedor. La nevera estaba vacía, pero todavía le quedaba café turco.


Fosa común donde fueron enterrados clandestinamente 26 personas en Calama (Chile) después de ser ejecutadas en octubre de 1973.Entre ellos Haroldo Cabrera,esposo de Mayra. Fotografía de Gervasio Sánchez


“Mi marido desapareció en Chile en octubre de 1973, fui detenida, torturada y pude abandonar el país con mis cuatros hijos pequeños gracias a la gestión de una embajada extranjera”, me contó de carrerilla. “En Calama”, me respondió cuando le pregunté dónde vivían. “Mi marido se llamaba Haroldo Cabrera y es uno de los 26 desaparecidos”. He vuelto a encontrarme muchas veces con Mayra desde entonces y  siempre me recuerda que me quedé blanco cuando escuché esos datos.


Tampoco se me olvidará la cara que puso ella cuando le dije: “Tú marido era el gerente de la mina de cobre de Chuquicamata. Fue fusilado junto a otras personas por orden del general Sergio Arellano, que actuaba como oficial delegado de Pinochet semanas después del golpe de Estado”.


Durante veinte minutos le conté todo lo que sabía del caso de su marido. Tenía más datos que ella. Seis años después de aquella conversación Pinochet sería detenido en Londres por la orden internacional cursada por Baltasar Garzón por su responsabilidad en la Caravana de la Muerte, el caso en el que estaba implicado el marido de Mayra.


La mujer sentía que el pasado chileno se repetía en el presente de Sarajevo. Durante nuestra larga conversación hubo momentos en que era difícil saber si estaba en 1992, en la ciudad cercada, o en septiembre de 1973 en Chile bajo la dictadura.


Un diario serbio había publicado unos días ante un reportaje en el que se decía que sus tres hijos  varones Arturo, Vlado e Igor eran mercenarios chilenos que luchaban junto a los musulmanes. “No puedo soportar la idea de que alguno de mis hijos muera aquí”, me dijo llorando. Tampoco podía entender que su mejor amiga serbia no la llamase desde Belgrado “al menos para preguntar por mis hijos”.


Años después se descubrió la tumba de Calama. Los militares chilenos la habían vaciado y, al parecer, habían tirado las osamentas de los 26 fusilados al mar. Con las prisas habían dejado restos de varias de las víctimas. Los forenses los identificaron y determinaron que eran partes vitales de 13 de ellos. Dejaron de ser desaparecidos y se convirtieron en ejecutados políticos.


De Haroldo, el marido de Mayra, sólo se encontró una falange. Quizá uno de los criminales le cortó el dedo para quitarle el anillo de boda. Haroldo sigue oficialmente desaparecido porque se consideró que la pérdida de esa parte de la mano era insuficiente para determinar su muerte como en los otros casos.


A mi regreso a España llamé a la embajada de Chile para contarles lo que pasaba en  Sarajevo con ciudadanos chilenos. Tuve que hablar con varios funcionarios que me dieron largas. Entonces había en Heraldo una cabina que se utilizaba para las entrevistas telefónicas. Mis gritos se escucharon en toda la redacción. Un compañero me comentó: “Nunca te había visto tan cabreado”.


Al final se puso el embajador. Después de contarle la situación de los hijos de Mayra y  de facilitarle los contactos con la ONU y algunos amigos periodistas que estaban en Sarajevo le dije con voz amenazante: “Se trata de un asunto de vida o muerte. Si en un plazo mínimo ustedes no han conseguido sacar a esa familia del cerco de la capital bosnia llamaré a todos los diarios de Chile (y nombré a los más importantes) para contarles lo que ha ocurrido y decirles que la embajada chilena no ha hecho nada”.


Dos días después me llamaron para confirmarme que ya estaba haciendo gestiones con la ONU y darme las gracias. Mayra y sus tres hijos llegaron a Split una semana después y se instalaron en un campo de refugiados que había en una isla croata del Adriático. Allí pasaron unos meses hasta que los tres muchachos decidieron regresar a Chile. Mayra se quedó en Croacia hasta el final de la guerra.


En 2000 me reencontré con Vlado en Chile mientras preparaba un libro sobre la Caravana de la Muerte. En 2008 Vlado regresó a Sarajevo y abrió un restaurante. Una noche recordamos aquellos años del cerco mientras cenábamos exquisiteces bosnias y bebíamos rakia, el aguardiente local. En 2010 vi la mayoría de los partidos de España del  Mundial en la terraza de su local. El gol de Puyol a Alemania lo celebré con unos amigos mientras las decenas de clientes bosnios se mostraban tristes ante la derrota de los teutones. Vlado se me acercó y me dijo al oído: “Yo siempre he ido con España”.


Del Chile del 73 a la Yugoslavia del 92

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