Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

Belgrado, Pale, Sarajevo

0130BNUntitled27ret
0130BNUntitled27ret

El viaje frustrado que hicimos a primeros de junio de 1992 nos confirmó que tendríamos muchas dificultades para llegar a Sarajevo por el corredor serbio. Los paramilitares eran los dueños de las carreteras y no querían testigos de sus fechorías.


Algunos periodistas decidieron que su aventura balcánica acababa en aquel punto y regresaron a sus casas. Cuando uno ve las orejas al lobo en una guerra, su percepción cambia radicalmente. Sabíamos que podíamos haber muerte en aquella aldea musulmana o, incluso, ser rematados por los serbios cuando regresábamos a sus posiciones mientras atravesábamos tierra de nadie.


Decidimos volver a intentarlo y nos dividirnos en grupos más pequeños. Supervisamos los mapas y establecimos una nueva ruta. Dos coches, cuatro periodistas, cuatro nacionalidades. Tres poco conflictivas en aquellas tierras: mexicana, venezolana, española. El cuarto era estadounidense y llevaba su pasaporte repleto de sellos árabes.


Salimos de Belgrado muy temprano y no tuvimos ningún problema en la frontera entre Serbia y Bosnia en Zvornik. Antes de la guerra esta población de 80.000 habitantes estaba poblada por un 60% de musulmanes. En el nuevo censo, al finalizar el conflicto, no quedaba ninguno. Habían huido o estaban enterrados en fosas comunes.


Atravesamos la ciudad en pleno apogeo criminal. En cualquier otra circunstancia hubiéramos tenido trabajo para varios días en Zvornik. Pero hubiese sido un suicidio verificar lo qué estaba ocurriendo allí.


Continuamos nuestro viaje hacia Pale, la capital serbiobosnia. “Tenemos una cita con Radovan Karadzic. Queremos entrevistar a vuestro líder”, era nuestro argumento en los múltiples controles militares. Los soldados regulares se comportaban amablemente. Repartíamos cigarrillos y preguntábamos por sus familias. Pero también nos topamos con miembros menos amigables de grupos paramilitares como los Tigres de Arkan o las Águilas Blancas.


Después de una larga jornada llegamos a Pale. Teníamos los nombres de algunos periodistas locales del centro de prensa y necesitábamos un permiso para llegar a Ilidza, otra localidad controlada por los serbios. La palabra Sarajevo había sido borrada de nuestro vocabulario.


Llevábamos varios días de gran tensión y no nos costó habituamos a la extraña calma que se respiraba en Pale. Recuerdo que dormí de un tirón en aquella población veraniega y soporífera desde donde salían las órdenes militares que desangraban toda la ex república yugoslava.


Los periodistas locales querían que viésemos a sus heridos y nos consiguieron una cita con prisioneros musulmanes atemorizados que no se atrevieron a abrir la boca. Era evidente que habían sido maltratados o, incluso, torturados.


Fue una larga jornada entumecida por la burocracia militar. No había manera de hablar con un mando lo suficientemente importante para que nos estampase una firma y un sello en un documento. Los periodistas locales nos pedían paciencia. Cuando ya  anochecía y nos preparábamos para pasar otra noche en Pale llegó el ansiado permiso.


Los periodistas serbios también nos obsequiaron con unos carnets de prensa en cirílico. Al principio no le dimos importancia. ¿Para qué servía aquel carnet en medio del caos?  Pero durante los siguientes tres años y medio aquel trozo de papel plastificado me facilitó el paso de controles serbios en diferentes zonas de Bosnia.


Coches destrozados en una calle de Sarajevo el 6 de junio de 1992. Fotografía de Gervasio Sánchez


Una vez mi traductor me confirmó que aquellos carnets serbios sólo fueron entregados a periodistas extranjeros al principio del conflicto y funcionaban como un salvoconducto permanente. Evidentemente nunca se me ocurrió sacarlo en un control musulmán o croata.


El 5 de junio de 1992, un viernes gris típico de los Balcanes en los estertores de la primavera, proseguimos nuestro viaje a Sarajevo. Hicimos un cómodo viaje por una ruta montañosa utilizada por los serbios como vía de abastecimiento para sus unidades de combate hasta los alrededores del aeropuerto de la capital bosnia.


A veces los salvoconductos sirven, otras no. He visto a oficiales romper en mil pedazos papeles que habían costado un mundo conseguirlos. En el último control serbio los soldados nos advirtieron que tendríamos que utilizar la pista de despegue de los aviones para llegar al otro lado a la menor velocidad posible para evitar que nos disparasen desde los carros de combate.


Santi Lyon, mi compañero de aventuras, se colocó su chaleco antibalas cubierto de placas metálicas. Imitándolo abrí una bolsa de plástico y saqué un chalequillo blanco. Lo tocó con las manos y me preguntó: “¿Qué es eso?”. “Coño, mi chaleco antibalas, no lo ves. Tiene una capa antifragmentación y tiene más guerras que el tuyo. Me lo regaló un argentino de origen croata en Zagreb el año pasado. En el lote había una pistola Astra, pero la rechacé educadamente”, le dije de corrillo atenazado por la tensión. “Ah! ¿Y sirve?”. Entendí la ironía y le contesté con mala leche: “Ya te lo diré cuando las esquirlas lo prueben”.


Antes de iniciar aquel recorrido surrealista Santi me comentó: “Tendrías que tomarte en serio lo de conducir”. “A mi vuelta a España será lo primero que haga”, le contesté. “Imagínate que me alcanzan y hay que salir pitando. ¿Cómo lo hacemos?”, siguió hablando mientras nos adentrábamos en la pista de aterrizaje. Me había sacado el carnet de conducir a los 18 años, pero llevaba 14 años sin coger un coche. No me pregunten por qué.


Estábamos en el punto de mira de las posiciones serbias que habíamos dejado atrás, enfrente de los carros de combate que custodiaban la entrada en el principal edificio aeroportuario y de los francotiradores musulmanes que se encontraban en Butmir, y que hacían estragos diariamente. Aquella tortura duró varios minutos. Siempre que regreso a Sarajevo en avión recuerdo que yo fui uno de los estúpidos privilegiados que utilicé aquella pista de aterrizaje como tierra de nadie.


Los militares serbios que nos recibieron tenían caras de pocos amigos. Registraron a fondo nuestras pertenencias. Todavía eran respetuosos con lo que no les pertenecían. En los años siguientes centenares de miles de dólares y marcos alemanes fueron robados a decenas de corresponsales a la entrada del barrio de Ilidza, en la periferia de Sarajevo.


Nos condujeron al cuartel general. Ya no había vuelta atrás ni lugares intermedios. Nuestro destino era  la ciudad cercada. A las once y media iniciamos el peligroso último tramo. “Vamos para allá”, me dijo muy tenso Santi. Por delante teníamos dos kilómetros batidos por la artillería bosnia y francotiradores. Si conseguíamos pasar sin ser alcanzados nuestro destino era una ratonera.


Dos semanas antes el magnífico fotógrafo americano había hecho el mismo recorrido aunque en sentido contrario. En su coche llevaba a un compañero de Associated Press herido. En el coche de atrás iba mi amigo Erick Hauck custodiando el ataúd del joven Jordi Pujol, el primer periodista muerto en aquella guerra.


Entramos en Sarajevo el sábado 6 de junio a las 11,30 de la mañana. Dejamos nuestros equipajes en el hotel y salimos a buscar imágenes y testimonios. Aquel día cayeron 3.000 proyectiles sobre su casco urbano. En aquellas circunstancias los párrafos de una crónica se suman automáticamente. Mi primera fotografía fue la que ilustra esta página.


Fuego indiscriminado en Sarajevo (1)   Esta crónica fue publicado el domingo 7 de junio de 1992


Fuego indiscriminado en Sarajevo (y2)

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión