Blog - Los desastres de la guerra

por Gervasio Sánchez

No volveré porque me echaréis



En febrero de 1992 viajé a Cuba como turista después de comprar un paquete turístico que incluía el viaje en avión ida y vuelta desde Mérida (México), una semana de hotel con desayuno y cena y varias excursiones. Los 200 dólares escasos que pagué incluían un visado exprés de 15 días. Más fácil imposible.


El régimen cubano había apostado por el turismo rápido. Necesitaba divisas a cualquier precio después del desmoronamiento de la Unión Soviética. El turista era el rey al que se mimaba mientras el ciudadano medio tenía que pelear por llenar la canasta básica. Aquella apuesta gubernamental se convirtió pronto en una especie de apartheid económico o “divisiomanía”, tal como la definían los propios cubanos de a pie.


Mis compañeros de viaje, un mexicano, un francés y un sueco, empezaron a disfrutar muy rápido de las oportunidades cubanas. Un día llegué al hotel después de una larga jornada en la ciudad y me los encontré en la piscina jugueteando entre risas con tres chicas guapísimas. “Me he enamorado de Adela y ella de mí”, me dijo el mexicano. En un aparte le advertí que esas chicas eran “jineteras”. Al ver su cara de sorpresa le aclaré que era la forma local de ejercer la prostitución. “Es muy dulce y dice que me quiere”, me contestó. “Ten cuidado si no quieres que te desplume”, le advertí.


Cada tarde me iba dando novedades. La chiquilla, que tenía poco más de 18 años, le había invitado a su casa a conocer a su familia. El primer día le llevó un detalle a la madre, el segundo día le compró un vestido a la hermana. El tercer día llenó un gran carro de la compra en una diplotienda cuyo pago era en dólares. Me confesó el último día que la broma le había costado mil dólares. “Demasiado dinero para unos cuantos  polvos”, sentenció.


Vivir en casa de una familia cubana me dio otra perspectiva de la situación. Cada comida se convertía en un recordatorio de aquellos tiempos en que Cuba estaba subvencionada por la Unión Soviética y la canasta básica rebrotaba de productos subvencionados.


Al tercer día ya no pude más. Le dije a Ana, la dueña, que me siguiera. En una diplotienda cogí el carro más grande y le ordené: “Mete en él todo lo que quieras”. Aquella mujer vivió las dos siguientes horas como si se tratase de un sueño. Se paraba ante determinados productos y me decía: “Hace tres años que no veía esto. Pero es muy caro”. Lo devolvía al estante, yo lo recuperaba y lo lanzaba al  fondo del carro.


Un día su hijo Andrés, miembro del Partido Comunista, me pidió un favor: “Necesito que me compres una botella de ron porque esta noche me he echado un ligue”. La botella me costó cinco dólares. Pero lo que me costó aún más fue hacerme el loco ante su novia oficial: “Andrés se está retrasando, seguro que está en una reunión del partido”,  me dijo mientras miraba el reloj. “Seguro, ya llegará”, le contesté atemorizado ante la posibilidad de que me diera un ataque de sinceridad y le contase la verdad. Pero seguí mirando el noticiero oficial que casi nunca hablaba de lo que ocurría en la calle.


El gobierno cubano estaba obsesionado con los homosexuales en aquellos años. Hacía poco, en diciembre de 1990, que el escritor y poeta Reinaldo Arenas se había suicidado. En su carta despedida culpó a Fidel Castro de todos sus sufrimientos en el exilio.


Una noche fui a cenar a casa de Alberto, un joven poeta señalado por las autoridades como un contrarrevolucionario. Durante dos horas me contó sus vicisitudes. “Tengo vigilancia las 24 horas del día, me siguen cada vez que salgo de casa y, a veces, me insultan por mi calidad de homosexual”, me dijo al borde de las lágrimas. Al despedirnos me regaló un librito editado en el siglo XIX que había pertenecido a su padre.


A la salida me estaban esperando dos policías de paisano. Me pidieron que me identificase. “¿Por qué has visitado esta casa?”, me preguntó uno de ellos. “Porque vive un amigo que me apetecía ver. ¿Es ilegal?”, respondí. “Es un contrarrevolucionario y también es maricón”, soltó el más bravucón. “Ustedes están obsesionados con el sexo. ¿Me puedo marchar?”, les respondí. “Que no te veamos más por aquí”, me ordenó. “Mañana tengo un cita con uno de tus jefes en el ministerio del Interior. Se lo comentaré. No creo que le guste tus amenazas a un turista”, le contesté sin cortapisas.


Cuando faltaba un par de días para caducar mi visado me acerqué al hotel Habana Libre a renovarlo. Había reservado un vuelo a Santiago de Cuba y habitación de hotel para varios días.


Mientras esperaba mi turno puse atención en una pareja que charlaba frente a un par de daiquiris. Él era un español panzudo (hablaba casi voceando) que ya había sorteado los 60 años y ella, una hermosa mulata, que no llegaba a los 20. Se reían, se abrazaban, se besaban. Llevaba ya los suficientes días en la isla para haberme acostumbrado a ver a hombres maduros acompañados de chicas muy jóvenes.


“Vengo a renovar el visado. Voy a esta en Cuba diez días más. Mañana me voy al otro lado de la isla y el resto del tiempo lo pasaré en La Habana”, le dije sin respirar a la oficial que me atendió. “¿En qué hotel está hospedado?” Su pregunta me dejó helado. Tarde unos segundos en contestar dándole el nombre del hotel en que me había alojado durante la primera semana. “¿Seguro?”, insistió mientras sacaba una lista telefónica y empezaba a marcar un número.


Le puse suavemente la mano sobre la suya y le pedí que colgara. “Estoy en casa de unos amigos porque los hoteles son muy caros”, le dije rogándole que buscásemos una solución. “Eso es ilegal. Esas personas pueden tener problemas”, insistió. Al final conseguí arrancarle un castigo mínimo: “las dos últimas noches tiene que quedarse en un hotel. Le recomiendo uno que vale 20 dólares. Voy a llamar y ya le reservo la habitación”.


El alto cargo del Partido Comunista que había conocido en Managua me invitó a cenar dos días antes de abandonar Cuba. Al principio fui comedido, pero los mojitos comenzaron a hacer su efecto. Empecé a criticar la política turística, la obsesión por perseguir a los homosexuales mientras se era permisivo con los abueletes, muchos de ellos empresarios españoles, que se paseaban y acostaban con chicas muy jóvenes. Le dije que empezaba a florecer un mercado negro peligroso y que la gente común estaba harta de sacrificios.


Con mucha naturalidad y paciencia intentó justificar las medidas punitivas, la vista gorda con la prostitución vinculada al turismo, el filón para salvar todo lo que la revolución había conseguido. Al despedirnos fui sincero con él: “No voy a volver a Cuba porque la próxima vez me echaréis por criticaros”.


Con un sentimiento ambivalente me encaminé al aeropuerto. Me gustaba Cuba por su sanidad y su educación. Aborrecía Cuba por perseguir cualquier conducta crítica. Me gustaba Cuba por la determinación de sus ciudadanos para superar la enésima crisis. Me molestaba Cuba por la doble moral de sus decisiones políticas y económicas.


La oficial que me atendió me comentó con un tono verbenero: “Casi un mes aquí. Se habrá puesto las botas”. Le taladré los ojos con mi mirada y le solté sin miramientos: “No he venido aquí a follar como tantos de mis compatriotas. Si una oficial de la policía no abusa de mí antes de que llegue a la puerta del avión, me voy virgen de Cuba”. Ella me soltó otro sopapo mientras me estampaba el sello en el visado: “Pues usted se lo ha perdido”


Mira que lo siento pero nunca he regresado a Cuba.


La picaresca llena la canasta (1) Reportaje publicado el domingo 3 de mayo de 1992


La picaresca llena la canasta (y 2)




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